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Juan José Company Orell

Yo también soy sudaca

Hace unas pocas fechas quizás Usted mismo pudo presenciar en algún noticiario la imagen de la bajeza de un individuo que, haciendo gala de su mala jaez, le espetaba a una usuaria, como él, del suburbano madrileño su condición de sudaca, a la que añadía el escatológico calificativo «de mierda». El energúmeno no merece mayor comentario pues se califica con suficiencia con su solo comportamiento, es el típico producto de esa perniciosa combinación de mala educación, prepotencia, racismo, machismo y simple mala leche que suele abundar por estos lares y por otros. Es lo que hay.

Pero no pude más que me sentirme afectado por sus exabruptos muy directamente porque da la casualidad, pues casual es, que yo también soy sudaca; a mí mis padres me nacieron en Buenos Aires, donde ellos, como tantos otros españoles, como tantos otros mallorquines, hubieron de emigrar para huir de aquella paupérrima Mallorca, de aquel hambre de posguerra ahora tan olvidado, puesto que ahora cualquier españolito, como el individuo de marras, se cree superior a cualquier otro congénere que no haya nacido en el sagrado suelo patrio; en aquella tierra de promisión nuestra familia tuvo trabajo y comida durante el tiempo que allí residimos y una forma de vivir digna y moderadamente cómoda; por el contrario no tengo recuerdo alguno que allí se nos tratara de «españoles de mierda» por los autóctonos del lugar, ni que nos viéramos insultados, ofendidos o menospreciados por nuestro origen, como no fuera por aquello de sempiterno «gallegos», denominación adjudicada a todo español argentinizado, quizá con la sola excepción de catalanes y baleares a los que, seguramente por nuestra otra incomprensible parla se nos prendía la etiqueta de «polacos»; y ello seguramente porque en Argentina al igual que en nuestra España es de tontos, de imbéciles, presumir de pureza de raza o de procedencia exclusiva y altanera, y ello porque quien más quien menos por aquí tiene genes de importación, pocos o muchos, en alguno de sus ancestros y por herencia en uno mismo.

Seguramente al vocinglero mal educado le llevaría a engaño, de haber padecido yo su proximidad, mi tono de piel más bien pálido, mis facciones un tanto carpetovetónicas, o incluso mi castellano, algo duro a los oídos de nuestros hermanos peruanos o colombianos de habla más suave que la nuestra; pero que no se equivoque, yo también soy sudaca, pues nací en Sudamérica, y no tengo por aquella tierra, de nacimiento para mí y de acogida para mis padres y mi hermana, al igual que tenían mis padres, más que cariño y agradecimiento, porque al fin y al cabo el agradecimiento para el que nos acoge es siempre de bien nacidos.

El mal encarado, y peor educado, insultador debiera ser más cauto en sus diatribas racistas no fuera cosa que llegara a averiguar que por sus tan pretendidamente puras y nacionales venas corriera sangre de otras procedencias, de otras razas o que alguno de sus antepasados fuera emigrante en otras tierras por las mismas o parecidas razones que llevaron a venir a nuestro país a la persona pretendidamente insultada por el delincuente verbal, y digo que pretendidamente por cuanto lo de sudaca se me antoja que no debiera ser considerado, en sí mismo, insulto sino contracción del más largo gentilicio de los que de Sudamérica proceden; fíjense si no es considerado el no asumir per se la condición de insulto que hasta el inculto de vagón de metro no tiene más remedio que añadirle el «de mierda» para intentar conseguir su hiriente propósito; es ese apósito lingüístico lo que convierte la cosa en ofensa, como igual resultante se logra si lo añadimos detrás de español, madrileño, andaluz o mallorquín.

Lo cierto es que la única existencia de «mierdez» en la definición del «héroe» del metro madrileño es la que consigo vislumbrar en su propia personalidad; esa fétida acumulación de detritus que sin duda abunda en su cerebro, a pesar de la evidente pequeñez del mismo, lo que redunda en que padezca esa diarrea oratoria que por su boca brota incontenible. Y es que el nivel excrementicio de las personas tiene muy poco que ver con su procedencia, raza o condición y mucho más con sus perjuicios, manías, miedos y podredumbres personales. Pobre hombre, más que de nuestra reprobación es merecedor de nuestra conmiseración, porque pena da el tener conciudadanos como ese.

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