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Juan José Millas

Tierra de nadie

Juan José Millás

Líquidos y sólidos

Escucho por la radio que las urgencias de los hospitales, en Madrid, están llenas de gente que se ha roto un brazo, una pierna o una cadera por culpa de las placas de hielo. A las placas de hielo, como al mal fario, no se las ve venir, son transparentes. Cuando te quieres dar cuenta, ya has perdido pie.

El hielo.

¿Recuerdan ustedes el comienzo de Cien años de soledad?: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Esa primera frase del artefacto literario de García Márquez me llegó al alma porque también a mí el hielo, cuando lo conocí, me pareció extraño. Lo fabricábamos mis hermanos y yo, dejando en el alfeizar de la ventana, por la noche, un vaso de agua que al día siguiente aparecía helado. Aquella conversión del líquido en sólido, recién llegado de un clima como el de Valencia al de Madrid, nos fascinaba. Sobra decir que aún no había neveras eléctricas y que la industria del hielo florecía. En mi barrio levantaron una fábrica frente a la que los niños, en pleno verano, permanecíamos mudos de admiración, pues de ella salían, tirados por caballos, carros llenos de barras de un metro que se distribuían por las viviendas de la zona, para refrescar el vino peleón y la gaseosa. Mi madre solía comprar un cuarto de barra los lunes, miércoles y viernes. Un día, en el interior de ese trozo de hielo percibimos una cosa oscura que no supimos identificar. Una vez derretido, resultó ser una rata. Muerta, claro.

Durante estos días de hielo y pandemia (de hielo y furia, podríamos decir), me han venido a la memoria muchas de aquellas imágenes de la infancia relacionadas con nuestras primeras aproximaciones al hielo. Está en todas partes la infancia, con su frío, con su humedad, con su desabastecimiento de frutas y verduras. La gente de mi edad sale a la calle a por leche y se rompe la crisma. También yo estoy tentado de ello, de romperme la crisma con la excusa de acercarme a la farmacia. Pero resisto la tentación y aquí sigo, atónito ante el milagro de la conversión de los líquidos en sólidos.

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