Era tan voraz el hambre de conocer que tenía la historiadora el arte, que recorría calles y carreteras, subía a la sierra, bajaba a la playa, se adentraba en un pueblo, buscaba lo recóndito y encontraba. Encontraba tantas cosas, que apenas podía comprender cómo los demás las ignoraban tanto (o, es posible, que, tal vez, solo desconocieran).

Cierto que el espléndido gótico, aún respetado, o el magnífico modernismo, sobreviviente, si bien restaurado, adaptado, mutilado, albergan cultos o entidades gubernativas y, por ello, están cuidados (aunque casi nadie sepa que el tal Sagrera del paseo es el autor de la Lonja o de parte de la Seu, o que el Palau del Consell es obra de Joaquín Pavía). Menos fortuna han tenido los Bennazar (incluso teniendo una calle, pocos saben que es el autor de El Águila o la antigua Plaza de Toros) o Ferragut, que no tiene ni calle ni (casi) nadie le relaciona con Gesa, la Porciúncula, el colegio de Sant Francesc o Cura, y no sigo, que me lío.

Mallorca rezuma arquitectura por todas partes. Pero no cualquier arquitectura, no: los proyectos realizados por los mejores.

La concentración de premios en las relativamente pequeñas dimensiones de la isla bonita es impresionante. Y no hablamos de cualquier galardón, sino del considerado Nobel de Arquitectura, así con mayúsculas, como su calidad lo merece: el Pritzker. De norte a sur, de este a oeste, nos encontramos con el Can Lis de Jørn Utzon; la casa de Alvaro Siza para el fundador de Camper (que inicia la serie de libros titulada One del también Pritzker Souto de Moura) y el edificio de Rafael Moneo en la Fundación Pilar i Joan Miró.

Pero hay más, muchísimo más, obras fantásticas que llegan al alma de cualquier curioso o amante de la arquitectura. ¿Qué tendrá Sa Roqueta que tantos quisieron dejar su impronta en ella?

Sin duda, la isla deslumbró por su belleza a muchos, aparte de al danés del acantilado o a su amigo, también arquitecto, Sørensen. Fíjense que le gustó tanto, que ni siquiera los malhumores producidos por los autobuses llenos de arquitectos (o aprendices de) que rondaban su casa, le instaron a abandonar la isla. Por el contrario, se escondió entre los pinos y montañas de S’Horta donde construyó Son Feliz. Como él, el genuino Fisac proyectó su casa de vacaciones en Son Servera, en la Costa de los Pinos. Y a ella le siguieron otras 12 viviendas, un edificio de apartamentos, el Eurotel Punta Rotja y la reforma de la Iglesia de San Juan Bautista. Antonio Lamela, el de las Torres Colón y la T4, claro, hacía el primer proyecto de Son Moix y La Caleta en el Paseo Marítimo, donde todavía podemos admirar el edificio Torremar y fíjense que hasta reformó en dos ocasiones la discoteca Tito’s.

Mallorca crecía y se hacía internacional, atrayendo a maestros de la arquitectura que no querían dejar la oportunidad de subirse al tren del turismo. Así, Francesc Mitjans (el arquitecto del Nou Camp, para situarnos) proyectaba un coqueto hotel en el que es una delicia pasar las horas, un oasis en Son Armadans, el Araxa. Los lápices de Coderch esbozaban el hotel de chocolate, como se le conoce al Hotel de Mar de Illetas por los azulejos de su fachada. Un café o un cava en la terraza, escuchando la música del piano, allí, al pie del mar, un sueño al que, quien les escribe, siempre vuelve.

Magia pura es lo que desprenden las formas de la Ciudad Blanca de Sáenz de Oíza allá en la carretera de Artà, es tan bonita, déjenme que les diga, que es el mar el que se pone a sus pies y no al contrario.

Y ¡qué decirles de Sert! a quien nada menos que Gropius escogió para sucederle como decano en la Graduate School of Design de Harvard. Él le diseñó su estudio soñado a su gran amigo Miró en Mallorca.

No me da el espacio para contarles todo, les confieso, Mallorca tiene tanto con que deleitarnos.

Y es que la disciplina sigue latiendo con más fuerza que nunca. Edificios de formas y materiales nuevos, mentes innovadoras, diseñadoras, creativas siguen trabajando y paseando el nombre de Mallorca por bienales y revistas especializadas.

Lo malo de mirar al suelo es que no ves. Lo malo de acostumbrarse al entorno es que no miras. Lo malo de las prisas es que no descubres. ¡Levanta la vista, tómate tiempo, pasea! Desvíate en la próxima salida de la autovía y párate a admirar el impresionante Parque de Bomberos de Palma de Jordi Herrero, haz una excursión a Consell y visita su Centro educativo; pasea por Port Adriano y descubre a Philippe Starck.

Piérdete en las rotondas, en las plazas de las calles y descubre las obras de aquellos grandes que trabajaban y trabajan de la mano de tan grandes arquitectos, así ceramistas como Castaldo, escultores como Mir y Pavia, pintores de vidrieras como Castro o artífices de barandillas y rejas como Gari.

La historiadora, yo, sonríe contenta. Sabe que le quedan muchos paseos, muchas fotos, muchas charlas con otros locos por la arquitectura, como ella. Sabe que nuevos arquitectos geniales como los Ripoll-Tizón seguirán salpicando la ciudad y los pueblos de estas tierras con sus creaciones maestras.

Una nueva generación de arquitectos, herederos de todas las formas creadas en el tiempo, es el ejemplo de que la arquitectura, en esta isla, sigue viva.

Hay otra Mallorca de marés, hormigón o cristales. Sería un pecado perdérsela. Nos toca a nosotros descubrirla y disfrutarla.