Un profano tendería a pensar que la propagación del coronavirus exige de un trabajo de rastreo digno de Sherlock Holmes. Hay que examinar las huellas, las cadenas de propagación y los trayectos de los seres humanos implicados, sin desdeñar la aplicación intermitente de algoritmos esclarecedores. Sin embargo, esta versión técnica se tambalea al examinar los argumentos que se vienen proporcionando para trazar el calendario del virus. Si empieza el curso escolar, habrá un repunte. El puente de Todos los Santos implicará un rebrote. El Black Friday comportará un estallido, por no hablar de la Constitución y de las Navidades. Las fechas acaloradas favorecen la pandemia porque estimulan la fricción de los cuerpos, pero la intimidad invernal también es contagiosa, por no detenerse en la actividad contaminadora de primavera y otoño.
Dice Dios, y dice bien, que los expertos son inapelables. Sin embargo, una sombra de escepticismo nos llevaría a concluir que la agotadora tarea de persecución del coronavirus no consiste en determinar las fechas propicias que alientan su proliferación, sino en asignar cualquier repunte a la festividad inmediatamente anterior. La exactitud de los cálculos no padece, pero la aureola de adjudicación científica queda notablemente difuminada.
El calendario del coronavirus parece fácil de simplificar, porque aprovecha la mínima oportunidad para infiltrarse con independencia de los cálculos humanos. Se ha emancipado y demuestra una autonomía envidiable. Su inteligencia llega al punto de ofrecer siempre a los expertos la coartada de una celebración inmediata, que explica la propagación de la enfermedad. Se ha puesto un énfasis notable en analizar los mitos populares derribados por la pandemia, del estilo de unas vacaciones al sol. Cuando el temporal amaine, habrá que reservar un espacio a examinar las leyes científicas vapuleadas en 2020.
