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Joaquín Rábago

360 Grados

Joaquín Rábago

La toma del Capitolio y el flautista de Hamelin

Fue un espectáculo ver el otro día cómo un grupo de fanáticos de Donald Trump increpaba y acusaba de «traición» a un destacado senador que habían apoyado ciegamente al Presidente hasta que, como Saulo, pareció haberse caído de pronto del caballo.

O más bien, habría que decir, hasta que se sumó al grupo de senadores republicanos que decidieron abandonar como las ratas un barco que se hundía con el hipócrita pretexto de que su Presidente había llegado esta vez demasiado lejos.

Claro que hubo también quienes, como el senador por Texas de ascendencia cubana Ted Cruz, decidieron seguir fieles hasta el final a alguien que, desde que alcanzó a la Casa Blanca, sólo ha hecho escarnio de la democracia y sus instituciones.

El llamamiento de Trump a los miles de fanáticos llegados de diversos lugares de EEUU para que marcharan sobre el Capitolio y presionaran a los legisladores para que impidieran la certificación del demócrata Joe Biden como ganador de las elecciones no era sino la culminación del envilecimiento de la política por un político sin el mínimo escrúpulo.

Miles de aguerridos supremacistas, jaleados momentos antes por el Presidente, tomaron por asalto el Congreso, ocuparon salones y despachos, destrozaron todo lo que pudieron y se hicieron allí con sus móviles fotos para la posteridad y su eterna vergüenza.

Trump, que había dicho que los acompañaría en esa marcha, los abandonó después cobardemente para, desde la Casa Blanca, observar, cual nuevo Nerón, cómo ardía todo mientras hacía llamadas telefónicas a algunos de sus legisladores más fieles para lograr su objetivo de repetir mandato.

Estados Unidos se había convertido así de pronto, al decir de políticos y periodistas de aquel país, en una «república bananera», en uno de esos países centroamericanos que, como Nicaragua, Estados Unidos había invadido varias veces durante el pasado siglo y por los que Trump siempre había expresado desprecio.

Aquel esperpéntico golpe contra la democracia debía servir para la profanación de la más importante de sus instituciones y echar por tierra el momento solemne en el que el nuevo presidente debía ser confirmado como ganador de unas elecciones que, para Trump y cerca de la mitad del país, habían sido fraudulentas.

No es difícil imaginar qué habría ocurrido si, pese a todas las mentiras de Trump y sus acólitos, en el año final de su mandato no hubiese irrumpido de pronto el nuevo coranavirus con sus tremendas consecuencias para la economía: Trump habría conseguido con seguridad ganar sus segundas elecciones y proseguido su labor de zapa de la democracia.

Una sociedad atomizada e infantilizada como la estadounidense, y no es por desgracia la única, una sociedad en la que se da más crédito a los bulos que circulan por las redes sociales que a los medios de información, es fácil presa de populistas y demagogos.

Una sociedad en la que lo que los comunicólogos llaman infoentretenimiento ha sustituido también en los medios tradicionales a la auténtica información y en la que abundan los políticos émulos del flautista de Hamelin que arrastran tras de sí como ratas a los ciudadanos.

Individuos sin ningún escrúpulo como Trump y los ideólogos de la nueva derecha han logrado convertir la verdad factual, la que se sostiene en hechos fácilmente comprobables, por las más disparatadas opiniones, que eufemísticamente llaman «hechos alternativos».

Y como escribió en su día la filósofa judía alemana Hannah Arendt, el resultado de todo ello no es sólo que las mentiras lleguen a tomarse por verdad y que se desautorice la verdad, calificándola de mentira, sino la total destrucción del sentido que nos permite orientarnos en el mundo real.

Lo que, según Arendt, convence a las masas no son los hechos, ni siquiera cuando se trata de hechos inventados, sino «la consistencia del sistema del que forman parte».

La diferencia, argumenta aquélla, «entre la mentira política tradicional y la mentira moderna es la misma que existe entre ocultar algo o destruirlo». Y esto último es lo que llevan años haciendo de modo consistente Trump y sus facilitadores.

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