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Destellos de luz en el 2020

A estas alturas, doy por sentado que muchos de ustedes habrán oído hablar de la Dra. Katalyn Karikó. Si no es el caso, a continuación va un pequeño resumen. A mediados de los 80, una joven bioquímica húngara de origen humilde emigra a Estados Unidos para hacer su doctorado con una idea novedosa: utilizar moléculas de ácido ribonucleico (ARN) para producir vacunas. Tras una etapa inicial prometedora, sus investigaciones parecen estar en un callejón sin salida. La universidad le degrada su puesto de trabajo y su salario. Y para más inri, le diagnostican un cáncer. Por suerte, el Dr. Drew Weissman, un reputado inmunólogo de la misma universidad, se muestra interesado por sus investigaciones y le ofrece ayuda. En 2005 ambos descubren la manera de utilizar el ARN de manera segura y obtienen una patente, que pasa inadvertida durante varios años. Finalmente, las firmas Moderna y BioNtech –por aquel entonces unas desconocidas– se interesan por la patente. El resto, ya lo pueden intuir: las primeras vacunas autorizadas para la covid-19 tienen su origen científico en los trabajos de esta mujer.

Reconozco que siento cierta admiración por esta historia. Es ciencia en estado puro: humildad, ideas, método, perseverancia y una pizca de suerte en el éxito final. Para mí, una de las pocas sorpresas agradables del 2020 ha sido el reconocimiento, muy amplio, del papel que juega la ciencia en la resolución de los desafíos a los que nos enfrentamos. De repente, con la pandemia, hemos aprendido a valorar el conocimiento científico y, de paso, hemos descubierto a los científicos, estos personajes considerados solo en ámbitos muy reducidos de su especialidad y hoy, por suerte, reconocidos y escuchados por el gran público. Pienso en la viróloga Margarita del Val en nuestro país o en el inmunólogo Anthony Fauci en Estados Unidos. De la noche a la mañana, la ciencia –de una forma o de otra– ha entrado en nuestras vidas. Y estas historias de ciencia, de científicos, generalmente relegadas al penúltimo lugar, hoy pueden abrir telediarios. Bienvenidas sean.

Uno de los mayores avances en el tratamiento de la covid-19 lo ha constituido el uso de la dexametasona en los pacientes con enfermedad severa. Este fármaco, antiguo y barato, que se emplea habitualmente para el tratamiento de la inflamación, ha logrado reducir la mortalidad en más de un 30% entre los pacientes hospitalizados por infecciones graves. La parte interesante de esta historia es cómo –y con qué rapidez- los investigadores lograron demostrar la bondad de este tratamiento. Esto fue posible gracias a un ensayo clínico, bautizado con el nombre de RECOVERY, que reunió a docenas de investigadores de unos 180 hospitales del Reino Unido. En menos de cuatro meses recogieron datos suficientes para demostrar la eficacia del tratamiento. Este mismo grupo desechó, también en un tiempo récord, el tratamiento con hidroxicloroquina, por ineficaz. Hoy, la dexametasona forma parte del tratamiento estándar y ha salvado muchas vidas. Un ejemplo excelente de trabajo científico cooperativo.

En ciencia, no siempre se avanza tan rápido, ni con tanta colaboración. Las controversias son frecuentes y, a menudo, ásperas. Hoy se acepta que la vía de contagio predominante de la covid-19 es la respiratoria, ya sea a través de gotas que impactan a corta distancia en las mucosas o a través de la inhalación de aerosoles, partículas más pequeñas que pueden viajar más lejos y penetrar profundamente en los pulmones. La vía de los aerosoles ha tardado en ser aceptada oficialmente por la OMS y por otras autoridades sanitarias, incluidas las españolas. Y, en honor a la verdad, lo han hecho a regañadientes, tras agrias disputas científicas y pérdidas de tiempo preciosas. Curiosamente, un reputado ingeniero químico español, José Luis Jiménez, afincado en Estados Unidos, ha sido uno de los más activos en este grupo de científicos que ha logrado doblegar el brazo a las todopoderosas – y, por otra parte, generalmente respetadas- instituciones sanitarias. La ciencia no tiene dueño, ni jerarquías. Al final, solo cuenta el peso de la evidencia.

Pero estas historias de éxito no reflejan la verdadera situación de una inmensa mayoría de científicos, al menos en España. Trabajos precarios, ahora aquí ahora allá, mal pagados, con escaso o nulo reconocimiento, a veces ni siquiera en sus propios círculos. Años de indiferencia, cuando no de ostracismo, salpicados con algún éxito ocasional: una publicación en una revista importante, una invitación para dar una conferencia en el extranjero o una cita inesperada de un reconocidísimo investigador. Es cierto que hoy en día casi nadie está a salvo de estas situaciones, pero los científicos, en particular los jóvenes investigadores, se llevan la palma. Nada que ver con la carrera profesional de sus compañeros de estudios que se dedicaron a otros menesteres. Ojalá lo sucedido en el 2020 sirva para cambiar este estado de cosas. No es de recibo que el gasto en I+D en España siga tan por debajo del 2%, a la cola de Europa. Los fondos europeos deberían servir también para reparar esta situación.

Se ha ido un año aciago, un año como ningún otro. Para muchos de nosotros será difícil dejar atrás un 2020 lleno de preocupaciones, de incertidumbres, de tensión, de rabia en algunos casos. Y de enorme tristeza y dolor para todos aquellos que han perdido a sus seres queridos. Ni los indicadores epidemiológicos, ni las cifras macroeconómicas, ni las encuestas del CIS, sirven para describir un año que, se mire por donde se mire, ha sido espantoso. Y sin embargo, también hemos visto algunos destellos de luz. Destellos que, con la llegada de las vacunas, se han convertido en un fulgor que, aunque tenue, ha servido para alumbrar el año con nuevas esperanzas. Continuaremos un cierto tiempo en manos de la covid-19, sí, pero de otra manera, sabiendo que ya queda menos para el final del camino. ¡Gracias, Dra. Karikó!

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