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Matías Vallés

Obama no es de este mundo

El primer presidente que se aburrió en la Casa Blanca se sincera en sus memorias, ‘Una tierra prometida’

Obama ha escrito uno de los libros más significativos de los últimos tiempos. En efecto, Michelle Obama consiguió un reconocimiento superlativo con Mi historia. Ahora mismo, otro Obama que llama a su esposa «un poder superior» y que se erigió en el primer presidente de Estados Unidos que se aburrió en la Casa Blanca, se sincera para competir con su cónyuge en Una tierra prometida. Es importante que desempeñara la presidencia a las órdenes de su imperiosa mujer, ojalá Biden le imite también en este punto. Al fin y al cabo, Jill Biden se paseó en bikini delante de los dirigentes Demócratas que sondeaban a su marido como candidato, con la palabra «NO» escrita en el vientre. A un paso de Michelle recordándole a Barack que «ni siquiera sé si voy a votarte».

Una tierra prometida ha gustado más a los franceses que a los estadounidenses. Es lógico, porque las memorias demuestran que el presidente número 44 no es de este mundo. Resulta fascinante que el introvertido Barack Hussein Obama, «mi nombre comprometido», ganara con reiteración la Casa Blanca. En especial cuando el doble campeón ironiza que «al principio de la campaña, yo no era el único que pensaba que no era un candidato particularmente bueno».

Obama tiene el coraje de admitir que perdería muy pronto la inocencia del trabajador comunitario inmerso en la jungla electoral, al ceder a denunciar la candidatura de un rival por irregularidades en la recogida de firmas. El dilema resuelto con maestría por Gore Vidal en El mejor hombre conduce al futuro presidente a una reflexión digna de Camus, aunque resuelta en sentido opuesto al filósofo. «Cualesquiera que fueran mis preferencias por el juego limpio, no me gustaba perder».

También difiere de sus predecesores en que habla de su familia con un fervor ausente en los políticos de raza. La relación robótica entre Donald y Melania contrasta con un Obama que convirtió la Casa Blanca en el paraíso de la conciliación familiar, con huerto ecológico incluido. Una vez allí, materializó «la promesa de que mis hijos me conocerían, de que crecerían sabiendo mi amor por ellos». Estaba más conectado a sus allegados que cuando era un triste senador estatal en Illinois, y tenía que pernoctar en Springfield mientras que su domicilio estaba en Chicago. Un estrés que casi le cuesta el divorcio.

El desinterés de Obama por el gobierno mundial que entraña su cargo se refleja en la tranquilidad con la que describe la «táctica de supervivencia» de camuflar en su carpeta algo para leer en las reuniones del G20, con tal de ignorar la soporífera agenda oficial y librarse de los discursos de sus colegas. Comparte el desprecio por Washington y sus sucedáneos planetarios que ya exteriorizaron Reagan en «la política es la segunda actividad más antigua del mundo y se parece mucho a la primera», o Trump en «vamos a drenar el lodazal de la capital». En el caso de Obama, «me había convertido en lo que más odiaba, en un político, y encima no demasiado bueno».

Admira a Merkel, a la que obligó a presentarse de nuevo ante el riesgo de un planeta en manos de Trump. No se fiaba de Sarkozy, pese a que el presidente francés apoyó calurosamente su candidatura a la Casa Blanca. Califica de «impresionante» la talla de Lula da Silva, aunque adjunta con sabiduría retrospectiva que su trayectoria apuntaba a «sobornos». Este repaso del globo terráqueo ofrece una oportunidad idónea para conocer su opinión sobre los jefes de Gobierno y de Estado españoles con los que coexistió. Por desgracia no menciona a ninguno de ellos, no tienen cabida en un libro de un millar de páginas. La conjura judeomasónica no conoce límites. Por otra parte, el piadoso silencio es preferible a una descripción de su foto con las hijas góticas de Zapatero.

Pese al menosprecio intolerable, los políticos autóctonos harán bien en aplicarse las consejas que Obama espolvorea con liberalidad sobre Una tierra prometida. Por ejemplo, evitando la tentación discursiva a que se sentía impelido el profesor de Chicago, frente a la concreción que le exigían asesores de la estatura mítica de David Axelrod. O haciendo acopio de humildad para admitir que el triunfo no depende de los méritos propios, porque «la charada» de la crisis inmobiliaria «jugó un papel fundamental en que yo fuera elegido presidente». Aun así costará repetir a un político a quien la presidencia de Estados Unidos le vino pequeña, y que solo encontraría una tarea a su altura si se tratara de la mudanza de los habitantes de la Tierra para colonizar un nuevo planeta. El autobiografiado dispone además de una consejera llamada también Obama, que le anima en vísperas de su primera intervención ante una convención Demócrata, «limítate a no joderla, compañero».

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