En los primeros capítulos de la Biblia, concretamente en el libro del Génesis, hay dos preguntas fundamentales que nos ponen a todos en situación de respuesta si es que, independientemente de opciones y creencias, estar en el mundo y relacionarse con los demás es algo que nos importa. Tales preguntas vienen de parte de Dios y van dirigidas a la humanidad. La primera pregunta tiene lugar después de la pretensión del hombre y la mujer de decirle a Dios «no me interesas», «yo sólo lo puedo todo», «no me haces falta». La pregunta dirigida al hombre ha sido «¿Dónde estás?» (Gn 3,9). En la respuesta, aparece el hombre descolocado, no está en su sitio, ha perdido la propia identidad al querer prescindir de su principal referente existencial. Una humanidad sin padre ni madre, una humanidad sin Dios. La interpretación religiosa os lleva a descubrir cual es nuestra tendencia original, nuestro defecto perenne. La segunda pregunta ocurre después del primer asesinato -el primer fratricidio- cuando Dios dice a Caín «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) y la respuesta es «No lo sé, ¿acaso yo soy guardián de mi hermano?». En ambos casos entra en escena la «disculpa» o deshacerse de la propia responsabilidad. En el primer caso, lo vemos pasándose la culpa del uno a la otra y así sucesivamente, hasta cargarla a la serpiente -según el relato- símbolo del mal. En el segundo caso, aparece la desfachatez, el sarcasmo, la confrontación de quien manifiesta no tener nada que ver con los demás. Una humanidad sin hermanos ni hermanas, una humanidad sin entrañas, capaz de matar a aquel o a aquella a quien más ama o a quien más debe amar.

Somos invitados, pues, a ser guardianes de nuestra identidad, de nuestra filiación, de nuestra fraternidad, de nuestro entorno natural y humano. Guardianes de la vida, lo más sagrado. Ésta es la cuestión de fondo. La crisis sanitaria del covid-19 ha puesto sobre la mesa infinidad de preguntas que rozan el sentido de la existencia, muchas de ellas desvelan la relación con Dios y, otras, la relación con los demás. El papa Francisco en su Mensaje con ocasión de la 54 Jornada Mundial de la Paz acaba de decir que «este fenómeno multisectorial y mundial que agrava las crisis fuertemente interrelacionadas, como la climática, alimentaria, económica i migratoria, causa grandes sufrimientos y penurias». Ha sido a raíz de lo vivido en este último año que los acontecimientos «han marcado el camino de la humanidad y nos enseñan la importancia de hacernos cargo los unos de los otros y también de la creación, para construir una sociedad basada en relaciones de fraternidad».

Los relatos bíblicos expuestos al principio, tan antiguos y tan cargados de profundo simbolismo y significado, contienen esta profunda y actual convicción: que todo está relacionado, y que «el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás» (LS’ 70). Es cierto que a lo largo de esta pandemia que no nos deja tranquilos, son muchas las personas que han orientado su vida hacia su propio interior, descubriéndolo y, a la vez, hacia la solidaridad. De ello hay numerosos ejemplos vivos del quehacer cotidiano, donde realmente se cuece la actividad humana en todas sus dimensiones. A diferencia de la respuesta de Caín, son incontables los testimonios que están mostrando sobre como «cuidar» al hermano, como hacerse cargo de él. La verificación está en la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37), antídoto elocuente de quien se ha hecho seguramente esta pregunta ante el herido «¿qué le pasará a él si yo no le ayudo?» en lugar de decirme a mí mismo, centrado en mi egoísmo «¿qué me pasará a mí si le ayudo?» y luego pasar de largo. Podemos estar seguros que nuestra vida se debate y define cada día ante esta alternativa, que es la opción por el altruismo solidario o por el indiferentismo egoísta. Ya en Lampedussa, hace años, el papa Francisco advirtió del peligro de la globalización de la indiferencia.

La cultura del cuidado -como la llama el papa Francisco- nos abre a todas las dimensiones de la caridad, que es el amor llevado hasta el extremo, todo lo contrario de la cultura de la indiferencia, del rechazo y de la confrontación, que suele prevalecer hoy en día. El fundamento de la cultura del cuidado está en el Dios Creador, origen de la vocación humana al cuidado y confirma la dignidad inviolable de la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. Al mismo tiempo, manifiesta el plan divino de preservar la armonía de la creación, porque la paz y la violencia no pueden habitar juntas. Sigue el cuidado en la vida y ministerio de Jesús en cuanto encarnan el punto culminante de la revelación del amor del Padre por la humanidad. Todo el Evangelio da fe de ello cuando pone de relieve su compasión por los pobres y enfermos; su perdón hacia los pecadores comunicándoles una vida nueva; Buen Pastor que cuida todas y cada una de sus ovejas hasta dar la vida por ellas; Buen Samaritano que cuida y cura al herido en el camino. Jesús sella su cuidado hacia nosotros ofreciéndose a sí mismo en la cruz y librándonos de la esclavitud del pecado y de la muerte. En vida de los seguidores de Jesús, la cultura del cuidado aparece en las obras de misericordia espirituales y corporales y constituyen el núcleo del servicio de caridad de la Iglesia primitiva y ahora se están multiplicando en una cantidad infinita de atención a los más necesitados. A lo largo de los siglos es la doctrina social de la Iglesia la que propone unos principios que aparecerán como fundamento de la cultura del cuidado y de cuyo rico patrimonio de criterios e indicaciones se podrá extraer la «gramática» del cuidado: la promoción de la dignidad de toda persona humana, la solidaridad con los pobres y los indefensos, la promoción por el bien común y la salvaguarda de la creación.

Afirma el papa Francisco en este mensaje que «no hay paz sin la cultura del cuidado». Por ello, hace falta un proceso educativo que tiene que empezar en la familia, lugar en donde se aprende a vivir en relación y en respeto mutuo y, en colaboración con ella, los otros sujetos encargados de la educación como la escuela, la universidad y los agentes de la comunicación social, llamados a transmitir un sistema de valores basado en el reconocimiento de la dignidad de cada persona, de cada comunidad lingüística, étnica y religiosa, de cada pueblo y de los derechos fundamentales que derivan de éstos. Fundamental es también el papel de las religiones en general y de los líderes religiosos en particular, para la transmisión a los fieles y a la sociedad de los valores de la solidaridad, el respeto a las diferencias, la acogida y el cuidado de los hermanos y hermanas más frágiles. Finalmente, se refiere a todos los que están comprometidos al servicio de los pueblos, en las organizaciones internacionales gubernamentales y no gubernamentales que desempeñan una misión educativa, a fin de «lograr una educación más abierta e incluyente, capaz de la escucha paciente, del diálogo constructivo y de la mutua comprensión». Para ello, el papa Francisco pide un amplio y renovado apoyo a esta invitación, que la hace en el contexto del mensaje sobre el Pacto educativo global.

Como dice en la encíclica Fratelli tutti 225, «en muchos lugares del mundo hacen falta caminos de paz que lleven a cicatrizar heridas, se necesitan artesanos de paz dispuestos a generar procesos de sanación y de reencuentro con ingenio y audacia». La llamada, en este tiempo de crisis, es a trabajar juntos con el compromiso diario de formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros.