La pandemia ha actuado como es lógico sobre la psicología colectiva, ha introducido hábitos nuevos y ha cambiado, a veces radicalmente, los antiguos. Y probablemente la mudanza más relevante y espectacular ha sido el reforzamiento del «miedo al otro», que poco tiene que ver con la desconfianza intelectual sartriana — «el infierno son los otros»— y sí en cambio con el contagio físico de los demás.
Los efectos de este fenómeno han sido tan evidentes como devastadores: no sólo el turismo, una actividad de extraordinaria relevancia global con fuertes implicaciones económicas, políticas y sociales, ha casi desaparecido en todo el orbe sino que incluso el transporte público urbano está al borde de la quiebra ya que las personas temen codearse con sus semejantes y optan por el vehículo privado. Por supuesto, pese a las medidas de seguridad, los espectáculos culturales y deportivos y otras expansiones de parecido pelaje no han conseguido sobreponerse al temor colectivo.
Quiere decirse que la pandemia ha producido daños colaterales, algunos irreversibles, otros reversibles, que no podrán evaluarse completamente hasta que se haya logrado la inmunidad de rebaño. El miedo es subjetivo, y de la misma manera que hoy se cometen imprudencias cuando el riesgo es muy alto, habrá quienes extremen la prudencia cuando se haya reducido a la mínima expresión.