Diario de Mallorca

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En las próximas horas tendremos el dudoso privilegio de dar carpetazo a un año surrealista como pocos. Tanto que incluso ha aguado la impertérrita, ruidosa y multitudinaria tradición que acompaña las doce campanadas. Esta vez tomaremos las uvas en pequeño comité y con las calles desiertas. El 2020 se agota sin mucho que celebrar, con su apéndice de derrotas y triunfos encabezado por el drama de la pandemia y con la necesidad de invocar el cambio de calendario como quien conjura la buena suerte. En el balance que solemos hacer por estas fechas, el año empezó en marzo; pocos recordarán ya lo bueno y lo malo que haya sucedido en los meses anteriores a ese.

Recibir el nuevo año con evaluaciones y expectativas nos acerca a la espiritualidad de otras culturas; tenemos la necesidad de medir el tiempo en ciclos, de compendiar el fruto de 365 días en unos pocos adjetivos o en uno solo, pero además todos tendemos a festejarlo con algún ritual que nos ayuda a expresar nuestro deseo de culminar las malas rachas, como si al desprendernos de la última página del almanaque se abriera un libro en blanco que nos permitiera volver a empezar de cero. Los hindúes celebran en otoño su Diwali, o fiesta de la luz, con la que se disponen a inaugurar el samvatsara estrenando ropa e iluminando con velas todas las habitaciones de la casa, para indicar el camino de entrada a la diosa que reparte el éxito y la abundancia. Algunos judíos mantienen la costumbre ancestral de enviar tarjetas de buenos augurios a sus parientes y amigos durante el Rosh Hashaná, que conmemoran en el séptimo mes del calendario hebreo. Para los chinos, el color rojo atrae felicidad y espanta a los malos espíritus.

En nuestra cultura, la Nochevieja es el preludio de un horizonte abierto, donde lo posible y lo imprevisible se reparten las probabilidades; donde se despide una época tratando de buscar el punto de reconciliación con lo que nos ha sido adverso y de extraer un aprendizaje que merezca la pena recordar. Sin embargo, a 2020 le ha tocado ser una porción de tiempo maldito, un círculo vicioso encerrado en una combinación de dígitos peculiar y difícil de olvidar, aunque ese sea el deseo.

La burbuja de excepción que va desde el alba hasta la media tarde, esas horas en que ahora se nos permite hacer uso más o menos natural de nuestra vida cotidiana, solo es un modo de evasión de un presente por primera vez más incierto que el futuro. Este 2020, condenado al fracaso, indigno de celebrar, de pérdidas sufridas en la más absoluta soledad, en el que muchas personas se nos han ido de puntillas, en el que se ha revelado la fragilidad de la vejez, la debilidad de nuestra economía y el peso indispensable de lo público en nuestra supervivencia, se marchará a medianoche, y cuando el mundo asome mañana a un nuevo calendario lo hará con la cautela de quien sabe que solo ha pasado un día más, o que solo queda un día menos para dejar atrás la normalidad prefabricada que nos impide, por ahora, pasar página y regresar a nuestra manía de hacer planes sin que en ese instante nos preocupe demasiado que vayan a cumplirse o no.

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