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Eduardo Jordà

El tiempo de los regalos

El otro día, en medio de una de esas fases de insomnio que nos asaltan cuando menos lo esperamos, me acordé de aquellos policías locales de nuestra infancia (años 60, muy lejanos ya) que dirigían el tráfico subidos a una peana y que recibían regalos cuando llegaba la Navidad. Había uno muy cerca de la gasolinera de las Avenidas, en Palma, y otro en la plaza de Cort. Y muchos más, supongo. Llevaban un salacot blanco y unos guantes tan grandes que parecían manoplas, y aunque pretendían pasar por figuras amenazadoras -la autoridad, ya se sabe-, parecían más bien inofensivos, como si fueran la guardia de honor de un monarca que reinaba en algún país diminuto que jamás había declarado la guerra a nadie. Por Navidad, esos policías recibían regalos, que se amontonaban junto a la peana y que estaban todo el día a la vista de los peatones y de los conductores. Recuerdo que una vez llegué a ver una cesta de Navidad con un gallo vivo de cresta reluciente. También había botellas de champán, cajas de mantecados, algún turrón. El guardia local dirigía el tráfico desde lo alto de su peana, y a su alrededor aparecían aquellos regalos de los ciudadanos supuestamente agradecidos.

Eso ocurría en Palma, pero supongo que era algo frecuente en todas las ciudades. ¿Qué se proponía la gente que hacía aquellos regalos a los policías locales? ¿Congraciarse con el poder? ¿Demostrar fidelidad y acatamiento? ¿Manifestar su gratitud a un agente de la autoridad? En cualquier país, hacer regalos a la vista de todos a un funcionario público se habría considerado un gesto cuando menos comprometedor (existe el delito de cohecho), pero aquí lo considerábamos la cosa más normal del mundo. Era Navidad -el tiempo de los regalos-, y además todos sabíamos que los funcionarios públicos ganaban un sueldo más bien escaso. Llevarles a los policías locales una caja de mantecados o una botella de sidra El Gaitero era una forma amable de darles el aguinaldo, una prueba de buena voluntad, una simple muestra de afecto y de urbanidad. Lo mismo, imagino, que se hacía con los serenos o con las monjitas o con los médicos. Pero imagino que detrás de aquel gesto se ocultaban otras motivaciones. Y quien hacía aquellos regalos aspiraba también a que algún día, si fuera necesario, esa amabilidad suya le sirviera para que le quitaran una multa o para que no le cobraran un recargo en un impuesto municipal. “¿No se acuerda de mí? Yo soy el de la cesta de Navidad”. Era como una de esas comedias neorrealistas que se veían en los cines, las de Vittorio de Sica o de Pepe Isbert. El poder, a pesar de que vivíamos en una dictadura -o justamente por ello-, se permitía mostrarse flexible, juguetón, incluso afectuoso. Y si algún turista pasaba por la calle y veía aquello -el guardia urbano rodeado de regalos-, volvía a su país con la idea de que España era ese extraño lugar -tan feliz, tan apacible, tan barato- en el que los ciudadanos les hacían regalos a sus policías.

De aquella Navidad provinciana ahora ya no queda nada. Todos nos hemos vueltos desconfiados y todos sospechamos de todos los demás. Ni siquiera sé si ahora sería posible que se hicieran donaciones a la policía para que luego fueran distribuidas entre gente necesitada. Pero lo que me interesa ahora de aquella imagen es que representaba la cara amable de un poder que no tenía nada de amable porque era despótico y arbitrario y cruel (y eso que en los años 60 el franquismo se había transformado en una dictadura autoritaria que ya no era propiamente fascista). Lo curioso es que hoy en día el poder ni siquiera se hace pasar por amable: se da por hecho que lo es. De hecho, el poder actual dedica una gran cantidad de recursos públicos a demostrarnos lo “amable” que es con nosotros y cuántos sacrificios hace por nuestro bien. Es como si el poder fuera quien nos trae los regalos y quien nos los deposita a nuestros pies. Más aún, como si nosotros mandáramos y ellos -todos los que disfrutan del poder y lo ejercen a nuestra costa- fueran nuestros subordinados. Y esto lo hacen los políticos, los bancos, las grandes industrias, las grandes corporaciones. Todas esas entidades se hacen pasar por criaturas afectuosas, cordiales, preocupadas por los más débiles y defensoras de las buenas causas. La regla no falla: cuanto más lejano y frío y caprichoso es ese poder, más sonriente y comprometido y solidario intenta hacernos creer que es. Y cuando te engaña o te explota, ese poder siempre te intenta convencer de que lo está haciendo por una causa noble que en realidad te está beneficiando. Es otra mentira igual de tramposa que aquella mentira agradable de los regalos que la ciudadanía agradecida les hacía a los policías locales. Pero es la mentira que ahora nos gobierna.

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