Opinión

2020, una odisea terrenal

Hablar de un mundo descoyuntado es el mayor sobreentendido desde que el ‘Asahi Shimbun’ tituló que «Hiroshima ha sufrido algún daño»

Al balancear el año, hablar de un mundo descoyuntado es el mayor sobreentendido desde que el diario japonés Asahi Shimbun tituló en agosto de 1945 que «Parece que se ha causado algún daño en la ciudad de Hiroshima y aledaños». La factura sanitaria y económica de la pandemia empequeñece las predicciones del cine de catástrofes. Pese a ello, no asoman los signos de que se aproveche la sacudida para una regeneración planetaria. Los discursos con buena voluntad acentúan el dramatismo, pero las recetas no han cambiado.

El consenso prefiere recuperar la situación previa al coronavirus, por maltrecha que se encuentre, a ensayar una revolución que de todas formas ya se ha producido. El primer signo de que se pretende contrarrestar el riesgo desde el estancamiento se lee en las elecciones estadounidenses. Joe Biden se convierte en el primer presidente que es imposible que envejezca más por culpa del estrés asociado a la Casa Blanca. A diferencia de su predecesor, excesivo en todas las categorías, el demócrata solo exagera en años cumplidos.

Es fácil acertar en lo que ha sucedido durante 2020, porque todos los habitantes del planeta han sufrido el miedo perfecto, pero hay que seleccionar la imagen que mejor encaje en el rompecabezas. Para ello, la forma más refinada de spoiler consiste en describir la escena decisiva de una película sin citar su título. En este caso, una nave espacial se aproxima a la Tierra, de vuelta de un duro viaje por el sistema solar. Los tripulantes, agotados por las vicisitudes de su periplo, comprueban con horror que su planeta está destruido.

El resumen del año debería titularse 2020, una odisea terrenal. El dilema es apasionante, los astronautas han de elegir si culminan el regreso a partir de todo aunque solo sea para enterrar a sus familiares, o si dan media vuelta para recuperar los planetas feraces pero extraños que han descubierto. En esta adaptación, los habitantes de la Tierra son los viajeros espaciales. Han salvado la vida, pero a cambio de un planeta devastado. Se critica a China por falsear el estallido del coronavirus hace un año, pero Occidente también puede felicitarse por su habilidad en embellecer la dramática realidad.

La Tierra está desconocida, en 2020 ni siquiera puede culparse a los gobiernos. Se puede hacer política con el coronavirus, pero no solo debería hacerse política con el coronavirus. El poder de decisión se ha entregado a los epidemiólogos, empatados por una vez con los profanos en el dominio de la situación. Incapaces de dar una respuesta a la altura, los terrícolas solo piensan en volver a regar las plantas de su jardín, como en el estribillo de «en las próximas Navidades compensaremos los sacrificios a que nos hemos visto abocados esta vez».

Ante un pasado irreversible, el planeta apuesta por un futuro que no agota su capacidad de sorprender. El año está dominado por la fastidiosa contabilidad diaria de nuevos contagios, ingresados, fallecidos o recuperados. Se sabe tanto del virus que en alguna ocasión parece que se han identificado todos sus ejemplares, con nombres y apellidos. Vuelve a dominar la fiebre de una sobredosis de diagnósticos, a cambio de ningún remedio. La caída del imperio occidental se ha producido con estrépito. No disponer de vacunas es un imponderable, pero la escasez de mascarillas a principios de año perseguirá para siempre al orgullo europeo.

Solo es ciencia-ficción, pero vuela muy pegada al terreno. La aceptación sin cuestionamiento puede llegar a la conclusión apresurada de que el mundo se ha instalado en el estoicismo. Sin embargo, Séneca predicaba que «la vida no consiste en esperar a que pase la tormenta, sino en bailar bajo la lluvia». Bajo esta premisa, los topos refugiados para evitar el contagio son tan irresponsables como las alegres cigarras.

El contagio ha sido universal, si se incluyen las enfermedades económicas, psicológicas o sociales adyacentes al coronavirus. En una situación de combate, puesto que se habla absurdamente de la guerra contra el virus, se corre el peligro de que las exageraciones se consideren parte del esfuerzo bélico. El cambio de actitud se refleja en el personaje más equilibrado del planeta. En marzo, Angela Merkel se dirigía a estrechar la mano de su ministro del Interior, pero Horst Seehoffer le retiró el saludo por motivos higiénicos. La cancillera encajó el rechazo con buen humor, se encogió de hombros y bromeó con el peligro de contagio. En diciembre, la jefa del Gobierno alemán recurre a las lágrimas para exteriorizar la gravedad de la situación. Es decir, se ha optado por una solución emocional, que tensa todavía más el conflicto hasta el punto de plantear de qué año no se concluyó que era el peor de la historia.

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