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Luis Sánchez Merlo

Un momento reactivo

La forma de Estado y la Agenda Social afligen la relación de un matrimonio de interés compartido, que se selló con una avenencia inédita en la recuperada democracia española

La disonancia larvada entre la socialdemocracia y la izquierda populista, que cohabitan en un Gobierno de coalición hilvanado por un apresurado pacto de gobierno, ha ido in crescendo hasta alcanzar su tempus lugendi (tiempo de aflicción).

La forma de Estado y la Agenda Social afligen la relación de un matrimonio de interés compartido, que se selló con una avenencia inédita en la recuperada democracia española, sin la que no habría sido posible formar gobierno y cuyo cumplimiento íntegro apremia uno de los firmantes, la rama populista que aportó al pacto 35 escaños.

El consenso sobre la forma de Estado, la Monarquía parlamentaria, que defiende el tronco socialdemócrata (120 escaños), es ajeno por completo a aquel pacto, lo que no ha sido obstáculo para que los más radicales profesen una reiterada, explícita y creciente animadversión hacia la institución.

En su Pulso de España, análisis del clima social y económico, Metroscopia, instituto privado de investigación de la opinión pública, acaba de publicar una nota restringida, de la que cabe entresacar que «un 74% de los españoles aprueba la forma en que Felipe VI está desempeñando sus funciones».

Del sondeo se infiere que este respaldo puede estar propiciado por «la reiteración de desaires, insultos y descalificaciones referidas a la figura del rey», provenientes de grupos independentistas o radicales y «el profundo desapego respecto de una clase política incapaz de llegar a los acuerdos amplios, transversales e incluyentes que la ciudadanía lleva ya largo tiempo reclamando».

La Agenda Social, defendida a capa y espada dentro y fuera de un Consejo de Ministros convertido en campo de batalla de las dos almas que conviven en el Gobierno, ha evidenciado una grieta que está afectando al funcionamiento de la coalición y podría hacer peligrar su continuidad.

Las discrepancias, en forma de gravosas pretensiones, se extienden al ingreso mínimo vital (IMV), salario mínimo interprofesional (SMI), pensiones, reforma laboral, desahucios, alquileres y suministros de luz, gas y agua.

El IMV, nueva prestación pública tan necesaria, destinada a las familias más vulnerables, no está sirviendo como balón de oxígeno a buen número de apremiados.

Se identificaron 850.000 hogares en situación de vulnerabilidad, perciben la ayuda 160.000, lo que supone casi medio millón de beneficiarios, de los que el 47% son menores. El 50% de las solicitudes han sido denegadas, en su mayor parte por superar niveles de renta y patrimonio.

La presión de la pandemia y la urgencia populista impidieron afinar la condicionalidad. La congestión administrativa hizo el resto, con un resultado que no se corresponde con lo previsto.

Tras haber subido el SMI un 27% en dos años, al equipo económico del Gobierno no le parece oportuna, «con la que está cayendo», una nueva subida, en tanto que la ministra del ramo sigue empeñada en aplicar un alza, contra viento (Ejecutivo, ala oeste) y marea (CEOE), para irse aproximando al entorno de los 1.200 euros al acabar la legislatura.

La exigencia populista insiste en prohibir los desahucios de familias vulnerables hasta el 31 de diciembre de 2022, incluyendo los lanzamientos a los que dejen de pagar hipotecas, no paguen su renta de alquiler e incluso a los que vean cumplido su contrato en esa fecha.

Después de un interminable forcejeo, que obliga a los guardianes de la ortodoxia a nadar entre dos aguas, el acuerdo final prorroga la prohibición hasta el final del estado de alarma y amplia la protección a familias en situación de vulnerabilidad previa a la pandemia.

La moderación socialdemócrata pasaba por no intervenir el mercado del alquiler y prefería operar con incentivos fiscales, pero su socio de Gobierno lo impuso como condición, en el minuto 90, para dar su acuerdo a los Presupuestos.

El pago de los alquileres ha resultado ser uno de los mejores termómetros socioeconómicos de la pandemia. La evolución de los impagos «ha ido pareja» al desarrollo de la enfermedad en España y, según datos del Fichero de Inquilinos Morosos, uno de cada veinte contratos de alquiler no se paga.

Todo lleva a pensar que no se prohibirán los cortes de suministros básicos. Aunque la discusión, una vez más, sigue atollada «en el cómo», de la misma manera que otros componentes de la Agenda Social, tarjeta de presentación y avanzadilla del programa electoral de la izquierda populista, cuando llegue la ocasión.

La coalición se ha convertido en amontonamiento de empeños, con una discrepancia funcional a la hora de establecer prioridades y a la forma de afrontar cuestiones concretas. La circunspección del alma socialdemócrata se traduce en que “no se puede instalar la cultura del impago, de que no pasa nada por no pagar”.

Un reciente estudio de CaixaBank pone al desnudo los efectos devastadores de la crisis. Unas 750.000 personas se quedarán en los márgenes del sistema, pasando a integrar el colectivo de los que están en una situación de exclusión social o en riesgo de pobreza, ya sea por carencia material severa o por sufrir una baja intensidad del empleo.

A nadie en su sano juicio se le pasa por la cabeza no proteger a los marginados, a los más desfavorecidos, cuya situación, ya de por sí vulnerable, se ve agravada por la crisis severa que sacude nuestro país. Con la tracción precisa, porque en la pantanosa alquería de las redes clientelares, el subsidio pasa a ser un sucedáneo paliativo para los más indefensos, en lugar de un manantial de votos en la urna de sus muníficos progenitores.

El orden que impone la ortodoxia se compadece mal con el abuso, el descontrol y la economía sumergida (entre 25-30% del PIB, dependiendo de distintas fuentes, un 65% mayor que la media europea), de quienes, sin contribuir al sostenimiento del Estado del bienestar, exigen con redoblado empeño, los beneficios íntegros del sistema.

Todo arranca de aquel urgido pacto de investidura, que ahora se invoca para avivar acciones y, a la vez, como talanquera para evitar fricciones cada vez más difíciles de lubricar con la socorrida voluntad política.

El marco de actuación pronto se vio superado por la realidad de la pandemia, a lo que añadir (como carburantes indispensables en el caso de España), la complacencia en la identidad y el sentimiento nacional que escolta la incorporación a la «dirección de Estado» de una nueva clase política que va a por todas.

A partir de ahí, el viaje iniciático se ha visto salpicado por un tira y afloja en el Parlamento, el Consejo de Ministros y en los medios, con un sobresalto continuo que ha proyectado sombras sobre la acción del Ejecutivo: los niveles de mortalidad por la covid-19 y la enorme contracción de la economía.

Tiempo de espera, en que se agolpa la amenaza de una tercera ola con la llegada del invierno y la puesta de largo de los trabajosos Presupuestos Generales del Estado (PGE) con el no descartable cambio del ancho de vía, una vez aprobados.

Confluye el comportamiento individual con la idea moral de responsabilidad compartida y la necesidad de ejemplaridad (que necesita cualquier democracia para no colapsar), con la respuesta del Estado para proteger a los que lo necesitan y la del ciudadano para cumplir con el Estado.

En este «momento reactivo», susceptible de desembocar en una simple remodelación, cambio de Gobierno por divorcio de los contendientes o judicialización de las discrepancias por incumplimiento del pacto, gravita una pregunta demorada.

¿Hasta dónde y cuánto va a durar esta convivencia de la terquedad con la condescendencia?

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