Eutanasia significa, etimológicamente, «buena muerte» y se puede definir como el acto deliberado de dar fin a la vida de una persona, producido por voluntad expresa del propio solicitante y con el objeto de evitarle un gran sufrimiento. Sin embargo, acabar con la vida de otra persona, aunque sea a petición propia y para poner fin a sus padecimientos, no debe ser nada fácil y, acerca de su moralidad, es una cuestión que, a mi juicio, debe quedar a la conciencia individual. Yo nunca lo haría ni aceptaría que lo hicieran conmigo, por motivos religiosos, pero no me atrevería a criticar o censurar a quienes piensan lo contrario.

Me parece poco dudoso que, en esta legislatura, más pronto que tarde, se aprobará en España una ley de muerte anticipada. En efecto, hace unos meses, el Congreso de los Diputados (por 201 votos a favor y 140 en contra) aprobó la tramitación parlamentaria de la Proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia, presentada por el Grupo Parlamentario Socialista. Esta norma in fieri, previsiblemente con pocos cambios, verá la luz en el Boletín Oficial del Estado a no mucho tardar; sin embargo, con toda probabilidad, será recurrida (por el Partido Popular y por Vox) ante el Tribunal Constitucional. Allí, si el Alto Tribunal sigue su costumbre en normas de esta naturaleza, esta Ley Orgánica estará bastantes años esperando que el intérprete supremo de la Constitución decida acerca de su constitucionalidad (recordemos que la ley del matrimonio homosexual estuvo siete años en tener resolución y que el recurso contra la ley del aborto libre lleva casi once años esperando respuesta). Demoras absolutamente inadmisibles y fuera de toda lógica.

El recurso ante el Tribunal Constitucional no impedirá, sin embargo, la entrada en vigor de la ley y, tal vez antes de finalizar el año 2021, empezará a aplicarse. En este momento, lo que para nosotros es una cuestión teórica, para muchos médicos será una cuestión real, consistente en participar o no en el ritual de la muerte pedida por motivos humanitarios. Precisamente por ello, la Proposición de Ley Orgánica a la que nos hemos referido ha previsto la posibilidad de que los profesionales sanitarios llamados a colaborar en las prácticas eutanásicas legales puedan acogerse a la objeción de conciencia para negarse a participar en ellas. En concreto, en sus artículos 3.f y 16, se afirma que los profesionales sanitarios directamente implicados en la prestación de ayuda para morir tendrán el derecho de ejercer su «objeción de conciencia sanitaria», definida esta como el derecho individual de los profesionales sanitarios a no atender aquellas demandas de actuación sanitaria reguladas en dicha ley que resultan incompatibles con sus propias convicciones. El rechazo o la negativa a llevar a cabo dichas actuaciones por razones de conciencia (que constará en un Registro creado ad hoc) será una decisión individual del profesional sanitario, la cual deberá manifestarse anticipadamente y por escrito. 

La objeción de conciencia se produce cuando una persona decide libremente no cumplir una norma o un mandato aduciendo una exigencia superior que ella percibe en su conciencia. A pesar de todo, esta exigencia de la propia conciencia se resiste a ser definida con precisión, pues es exigencia de absoluto, que tanto puede ser percibida como la voz de Dios en el hombre, como una exigencia laica de justicia, libertad y dignidad. 

La legalización de ciertos supuestos de objeción de conciencia implica, como afirma el profesor Cámara Villar, integrar la moral en el derecho. La objeción deja de ser una conducta ilegal para transformarse en una técnica jurídica que posibilita conciliar el deber jurídico con el deber moral; resolviendo, por la vía de la excepción, conflictos entre las mayorías que han aprobado las normas y las minorías que no han logrado ver reflejados sus postulados en las mismas. Además, la objeción de conciencia se presenta, en nuestros días, como la necesidad de aceptar una fuente ética de la conducta humana.