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José Carlos Llop

¿De verdad es el príncipe de Gales?

Recuerdo que al publicarse en prensa –también en Diario de Mallorca– unas fotografías de la familia real en Marivent con los príncipes de Gales, Carlos y Diana, ocurrieron un par de cosas que no he olvidado. La primera, que nadie comentó por escrito, la mirada de nuestro rey –ahora emérito– dirigida a Lady Di: se la comía con los ojos, explícitamente solícitos los gestos. Eran tiempos contrarios a los de ahora, que si pueden sacarle bostezando o con cara malvada o tensa, lo hacen. La segunda, que al cabo de unos días de estancia mallorquina Carlos de Inglaterra cogió sus trastos de artista y se vino a Valldemossa a pintar algunas acuarelas. Se situó, si mal no recuerdo, cerca del Coll d’en Claret y pintó olivos y algarrobos y quizá las casas de Son Oleça, imagino. La tercera fue que poco después, un yate vintage con la bandera británica fondeaba junto al mollet de Sa Marina y lo fotografié. Unos dijeron que en él estaba embarcada Lady Di; otros, que era un barco de protección y despiste y que el Fortuna del Rey no debía de andar lejos, como era su costumbre. Probablemente, Carlos de Inglaterra seguía pintando acuarelas vaya usted a saber dónde. Era la época que de haber quinta temporada en The Crown, todo esto entraría de lleno.

Esta semana ha muerto Valéry Giscard d’Estaing y han vuelto a brillar los diamantes de Bokassa que lo apartaron de la política. Quiso evitarlo, intentó seducir, volver, creyó que todo lo podría. Se equivocó: su tiempo había pasado, su oportunidad, perdida. Con su muerte ha resucitado esta vieja frase de Mitterand: ‘un día Giscard cometerá una gran tontería’ y luego consultó a unos psicoanalistas lacanianos –lo contaba el Obs– para saber por qué los franceses le habían dado la espalda y así no caer en el mismo error que él en el futuro. ‘Giscard ha perdido porque se negaba a envejecer’, le contestaron. En ese contexto VGE había escrito una novela en clave sobre una fantasmagórica relación amorosa con Diana Spencer y si Mitterand pensó que era otra tontería giscardiana contra el envejecimiento, Carlos de Inglaterra continuó pintando acuarelas en su jardín y leyendo a John Ruskin y a Harold Acton, como si nada pasara. Francamente, aquél no era su mundo. Sí, en cambio el de Diana Spencer, que se ajustaba como un guante al show-bussines de ese mismo mundo: las obras solidarias –eso sí, bien publicitadas–, la gracia física de una hermosa princesa de cuento, la amistad de diseñadores y cantantes (Elton John sobre todos), y los paparazzi siempre revoloteando a su alrededor. Lady Di fue, disculpen, un icono de una época donde aún nadie llamaba icono a nadie.

O sea que entre las escenas de Marivent y el requiebro giscardiano, Carlos de Inglaterra siguió en lo suyo, como si no viera o supiera lo que veía o sabía. Él ya tenía una vida plena, al margen. Incluso de su época, al margen. Pero la última temporada de The Crown lo presenta como un tonto repleto de defectos y me pregunto de dónde han sacado los guionistas esta versión: ¿es un wishful thinking de carácter republicano o una burla del diferente o distinto, esa otra forma de abuso tan común? Porque si una cosa no ha sido Carlos de Inglaterra es ese polichinela desmadejado que se ríe tontamente con su amante –que según esta cuarta temporada, encima no le ama del todo–, se deja llevar por los celos sociales y el resentimiento, y la humanidad, en fin, le aburre soberanamente. Al contrario, da la impresión de que ha sido un afortunado que ha podido vivir plenamente sus aficiones y que sentimentalmente ha tenido una mujer que le ha proporcionado la plenitud en todos los sentidos: desde la complicidad, el amor a través del tiempo, lo intelectual y aquello en lo que están pensando.

Ante el atropello del futuro rey de Inglaterra, Buckingham ha protestado insinuando que sería mejor no continuar con la serie o dejar claro que, aunque se haga con personajes reales, lo que relata es pura ficción y así debe constar en sus distintos capítulos. No creo que consigan su objetivo, pero la realidad televisiva ya lo ha conseguido en parte: las dos primeras temporadas estuvieron muy bien y a partir de la tercera el tedio y la distorsión –piensen por ejemplo en la caricatura de Margaret Thatcher, como una lady Macbeth de baratillo– han sido la tónica general, cosa que suele provocar el abandono y el escepticismo por parte de los telespectadores.

También lo del príncipe de Gales es una caricatura. Con una importante diferencia: la política siempre es moderna y no tiene misterios, sino sótanos, vanidades, alcantarillas y trucos varios. La monarquía encierra un poder antiguo que sólo se carcome a través de la befa y el escarnio: lo sabemos desde La Ilíada y La Biblia. Carlos de Inglaterra, además de ser el hombre más elegante de Europa (algo que aprendió de dos de sus tíos: el duque de Windsor y lord Mountbatten) parece un personaje de Pierre Le-Tan: refinado, culto e hipersensible. Rasgos que no tiene la mayoría, ni siquiera en su medio. Me temo que ahí esté la inquina de The Crown: entre el desprecio por esos rasgos y una venganza vicaria y en diferido por el trágico desenlace de ella. En fin, otra forma de puritanismo inquisitorial. Nada más.

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