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Juan Gaitán

Vivir en Alaska

Hasta el 23 de diciembre nuestras casas y nuestras vidas van a seguir limitando con Alaska por todas partes

El mismo día y a la misma hora en que el ministro Salvador Illa nos sumergía en una nueva indefinición, dejando en el aire las arbitrariedades con las que dicen gobernarnos, mi prima estaba falsificando un salvoconducto para venir a tomarse un café conmigo. Entre su casa y la mía no hay más de seis kilómetros, un paseo cordial para estas tardes del sur que no conocen el invierno. Pero también hay una frontera, una raya invisible y arbitraria que decide que de aquí para acá es una ciudad y de aquí para allá otra distinta y extraña. Cuestiones de la municipalidad que vienen a dar el mismo resultado que si mi prima viviese en Alaska. Entre nosotros media, a día de hoy, un abismo de normas, multas, controles policiales y burocracia más insalvable que los ocho mil kilómetros que distan hasta el estado norteamericano.

Mi casa está en los límites de mi ciudad. En su límite noroeste, para ser más exactos. Hasta la frontera local hay apenas cuatro o cinco kilómetros. Si quiero puedo recorrer libremente más de treinta kilómetros hacia el este, hasta el otro extremo, sin miedo a las multas, pero no me permiten recorrer los seis kilómetros hacia el oeste que me separan de mi prima y de la fraternal charla en torno a un café y unas magdalenas.

Hasta el 23 de diciembre nuestras casas y nuestras vidas van a seguir limitando con Alaska por todas partes. No podremos ir a ningún lado excepto a nosotros mismos (con lo peligroso que eso resulta siempre, que nadie ha salido indemne de ese viaje). Pero a partir del 23 de diciembre y hasta el 6 de enero parece ser que se borrarán esas fronteras y habrá libre albedrío sometido a nuestro sentido común, que también es una indefinición. Así, cuando venga la tercera ola la autoridad y su secreto grupo de expertos, como dioses vengativos, podrán echárnosla en cara, culparnos y, no lo descartemos aún, castigarnos como a los hijos pródigos que solemos ser, siempre ansiosos de dejarnos la salud y la vida en un abrazo.

En esos días parece que también se nos permitirá ser diez a la mesa. Ni trece, como en aquella tan renombrada del que empezó todo esto de la Navidad, ni seis, que no daba ni para la familia completa a poco que nos pusiéramos a contar allegados, que es otra indefinición. Y todo esto como regla general y supeditada a las normas más específicas que cada autonomía irá dictando según su mejor parecer, y que afectaran a todos menos a la insensatez iluminada de algunos alcaldes y sus luces navideñas.

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