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Daniel Capó

Mirando a China

El diplomático español Fidel Sendagorta ha escrito un magnífico libro sobre la China actual y sobre los retos políticos del siglo XXI, que tienen mucho que ver –nos guste o no– con el gigante asiático. Se titula Estrategias de poder y lo acaba de publicar Deusto. Tras la Guerra Fría, 1989 anunció una «Pax americana» que se creía definitiva bajo el paraguas de las instituciones democráticas. El parlamentarismo, las clases medias, el optimismo científico, el nuevo despertar de la globalización, el Estado del bienestar y el consenso multilateral parecían marcar el dictado de una modernidad sin historia ni conflictos. La tesis Fukuyama, tan mal entendida, aventuraba el triunfo irrevocable de los ideales del liberalismo, una vez concluido el combate ideológico entre los totalitarismos y la democracia. El desarrollo económico y la mejora continua de los estándares de vida trazaban un camino sin retorno: el de la ampliación y consolidación de las libertades. Sobre todo en China. El futuro era la Unión Europea –con la moneda única a punto de estrenarse– y el vínculo atlántico; de ahí la proyección hacia el Pacífico y Oriente. Sin embargo, no ocurrió exactamente así. Tres décadas más tarde, los equilibrios del poder mundial «se han desplazado», en palabras del desaparecido Lee Kuan Yew. «No puede pretenderse –puntualiza el político singapurense– que China sea tan sólo uno de los grandes jugadores en la partida global. De hecho, es el mayor jugador que ha habido nunca en la historia».

De 2008 a 2020, el despliegue de la influencia del gigante asiático ha sido cada vez mayor. No únicamente en términos de magnitud (para hacernos una idea: cada año, veinte millones de chinos adquieren un automóvil por primera vez), sino sobre todo en lo que concierne al poder político. Siguiendo una estrategia de largo plazo, Pekín ya no sólo aspira a crecer de forma intensiva con un modelo que en ocasiones recuerda el desarrollismo español de los años 60, sino que compite de tú a tú en sectores tecnológicos tan decisivos como la inteligencia artificial, las baterías eléctricas o la industria de defensa, ante la desorientación europea y el temor de los Estados Unidos. La importancia del 5G en este campo es de primer orden, ya que estas redes constituirán «la base para la nueva ola de tecnologías avanzadas, desde los vehículos autónomos hasta las ciudades inteligentes, y de las fábricas automatizadas hasta un uso extensivo de aplicaciones de inteligencia artificial», apunta Sendagorta. El veto de Washington a Huawei sería un intento de frenar el control de la tecnología sobre aspectos clave de la seguridad nacional. Europa aún tiene que decidirse.

Porque, a la hora de pensar el futuro, la UE sigue enmarañada en sus contradicciones internas. Sin políticas firmes en cuestiones cruciales, los distintos países que conforman la Unión son demasiado pequeños para competir a campo abierto en lo que podríamos considerar las industrias del futuro. Ni hay un plan Airbus para lanzar un programa competitivo de inteligencia artificial, ni se garantiza la seguridad militar por medio de una industria propia, ni el I+D verde termina de despegar. Diríamos que la historia empieza a desplazarse hacia otros países y que aquí apenas quedan los restos, a menudo inquietantes, de lo que hemos sido y ya no somos. La Europa envejecida mira –sin entender– un mundo nuevo y acelerado, que exige responsabilidad en lugar de hedonismo y esfuerzo en lugar de frivolidad. Inteligencia en definitiva porque, si algo demuestra el ejemplo asiático, es que la suma de una voluntad decidida y de una buena planificación da fruto en pocas décadas: ese tiempo que hemos perdido inútilmente y que no deberíamos haber malgastado.

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