En Adviento regresamos a un tiempo que nunca es actual, puesto que se hizo con los dedos suaves de la infancia, la lluvia y el frío. El Adviento, que es un tiempo de espera, también lo es de intimidad. La cercanía del invierno invita a recuperar unas raíces que sólo atisbamos ya entre las brumas, como nuestra propia infancia. Ahí estás de niño abriendo cada día el calendario, con sus chocolatinas, sus billetes de cien pesetas, sus cochecitos o sus soldaditos de plomo. Ahí están los ritos familiares que perduran en el silencio: las tardes de domingo ante el televisor o escuchando la radio, los libros leídos con ávida curiosidad, el vapor de la niebla entre los árboles muertos, el sonido de las campanas, los cristales –finos como papel de fumar– empañados por el vaho, ese frío que penetra las paredes y reclama el fuego de la chimenea. Veo a mi padre cocinar y a mi madre leer; y a mí con ella cuando ya es de noche y en el salón brillan las luces de las velas y reina una quietud que es hermosa y confortable. «Basta con recorrer/ tres o cuatro tristezas/ para saber que todos los países/ son extranjeros, que/ nadie entendió jamás ningún idioma», escribió en 1983 el poeta gallego Miguel d’Ors. Y tal vez sea así, aunque no exactamente. Lo es en la vida, pero no en la infancia, ni en el Adviento, que es el tiempo de la espera, un tiempo ajeno a las servidumbres habituales.
