Opinión
Librerías, donde nacen las patrias de papel
Mi patria es de piel. Solotildista y con profusión de ces trencades. De voces y risas. También de lágrimas. Pero sobre todo, sobre todo, de papel. Y de tinta. Sus fronteras van y vienen. Hace tiempo ya que desbordó las estanterías. Asaltó las aduanas de la biblioteca. Cruzó el estrecho del pasillo. Y colonizó rincones llenos de polvo. Ahora crece a lo alto, en himalayas de títulos que sospecho que ningún día llegaré a coronar. Un imperio de páginas que no habría podido fraguarse sin las librerías. Ni sin sus libreros, que la semana pasada celebraron uno de sus días mundiales más tristes e inciertos. A esta agonía de los mundos de papel (es algo heroico abrir cada mañana una librería) sólo le faltaba una peste, y no la de Camus, para verse como el protagonista de los siete pisos de Buzzati, cada vez más cerca del final. Las librerías no sólo venden libros (y diarios y discos y revistas y cartulinas y lápices y mapas y sobres...). Siempre, pero especialmente en estos tiempos más propios de una novela de Robin Cook, una librería es una máquina del tiempo, una agencia de viajes, la barra de bar más grande del mundo, el epicentro de todas las historias de amor jamás imaginadas, expendeduría de villanos... Y sí constructoras, tomo a tomo, de nuestras patrias de papel. Y de lo que somos.
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