Opinión | Desde el siglo XX
JOSÉ JAUME
Letizia, la plebeya que apuntala a una corona
Felipe de Borbón de Grecia debe agradecer a Letizia haberle apartado de su familia, al hacerlo ha prestado un servicio sin precio a la monarquía: evitar su inexorable derrumbe
Se da por cierto que la llegada de Letizia Ortiz a Zarzuela convulsionó a la familia Borbón: cómo podía ser que el heredero anunciara que iba a casarse con divorciada blasonada de antecedentes enfrentados al catolicismo acartonado que hacia el exterior se practica en la Casa; en síntesis: plebeya de medio pelo y periodista de éxito. Parece que se puso en marcha una operación para pulir a la futura reina consorte. Sofía de Grecia, de la que ahora empieza a conocerse su verdadero rol en la familia, que poca relación guarda con la imagen pulcra y discreta que de ella se nos ha endosado, se impuso el sacrificio de ser su mentora. Letizia dio la impresión que aceptaba ser conducida por la Reina llegando a hacer declaraciones sobre el impagable ejemplo que le proporcionaba. Mera cortina de humo. Letizia habíase percatado de inmediato de dónde se metía, quién era su suegro y cómo las gastaba, qué intrigas promovía su suegra y cuál era el papel de las cuñadas y sus dos maridos. Si creyeron que la iban a moldear domeñándola anduvieron colosalmente equivocados. Nadie sospechó que la tildada de ambiciosa arribista, la periodista que se casaba con el príncipe de Asturias, devendría en el mayor activo de la Corona, que sería ella la que moldearía a Felipe, la que haría de su marido otra persona, la que establecería infranqueable frontera entre el matrimonio y su tóxica familia política, la que al final se está viendo que es quien apuntala a la Monarquía de la dinastía de los Borbones. Imposible de prever, pero es lo que acaece en las Españas.
Empieza a entenderse, a poder hilarse, la ristra de desencuentros que casi desde el primer momento han protagonizado los Borbones con Letizia Ortiz. Lo sucedido en la Catedral de Palma cuando abruptamente quiso evitar la foto de sus hijas con la abuela, que dio pie a que la farisaica rasgada de vestiduras fuera general, no era otra cosa que la consecuencia de un proceso de profundo deterioro, del hartazgo de una mujer ante lo que padecía, lo que veía, lo que anticipaba que iba a acabar aconteciendo. Las formas devinieron en deplorables, pero las causas eran las que han llevado al absoluto descrédito de Juan Carlos, a la cárcel al marido de la infanta Cristina, a la deplorable imagen que ofrecen los nietos, los hijos de la infanta Elena, tan cercanos, tan próximos a los círculos de la extrema derecha madrileña, sin duda la más radical de España.
Letizia Ortiz ha sabido apartar a su marido, al Rey, al jefe del Estado constitucional, de ese marasmo, al hacerlo ha contribuido a parapetar a la Corona, alejarla del incendio declarado en la familia Borbón, que llevó a la forzada abdicación de Juan Carlos y a su no menos forzado exilio, porque el «sucesor a título de rey», según estipulaban las leyes franquistas vigentes hasta el seis e diciembre de 1978, al entrar en vigor la Constitución, había pulverizado el prestigio que un lejano día tuvo ciñendo la corona. La actual reina consorte de España, al tiempo que ha salvaguardado su matrimonio, empeño que no se le reconoce, ha conseguido que al menos se le dé ciertas posibilidades a que algún día su hija Leonor pueda reinar. Queda lejos, pero que nadie se llame a engaño: sin su drástica intervención, cortando amarres con la familia de Felipe, las posibilidades de que le suceda en el trono serían nulas. Letizia ha tragado y traga carros y carretas. Cuando se sepa la intrahistoria de los años que nos han conducido hasta aquí, se podrá cotejar cuál ha sido el papel de una plebeya que destrozando convenciones, pasando por ser anomalía disgregadora, ha hecho el mejor servicio que imaginar se pueda a la causa monárquica, insuflarle el imprescindible hálito de vida que le dé esperanza razonable de supervivencia. A la causa republicana se bastan los republicanos de Pablo Iglesias para condenarla al fracaso sin paliativos. La república merece mejores valedores.
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