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Fernando Toll-Messía

Un triunfo moral insuficiente

Recientemente la sobrina de Donald Trump avisó que moriría matando y que, por supuesto, no acudiría al solemne acto de toma de posesión de Biden. Lo primero lo estamos constatando. Con un comportamiento propio de un niño pequeño, de un adulto inmaduro que pega patadas a su propia sombra, Trump ha comenzado una ristra de ceses que se va a alargar hasta el 20 de enero y hasta entonces jugará a golf y desestabilizará a Estados Unidos.

Ha comenzado por el secretario de Defensa Mark Esper, quien impidió que los militares tomaran las ciudades para reprimir las manifestaciones del Black Lives Matter tras el asesinato de Floyd. Lo ha sustituido por Anthony Tata, general retirado y, por supuesto, comentarista de Fox que calificó de «líder terrorista» a Barack Obama. Lo ha hecho por Twitter. Le ha seguido su jefa de gabinete Jen Stewar, que ha sido sustituida por Devin Nunes, protagonista en desmontar la trama rusa de 2016. También ha cesado al subsecretario de inteligencia. Y chantajeará a Biden con contarle a Putin todos los secretos sobre la inteligencia americana que conoce. Que son todos. Para no ir a la cárcel.

Lo anterior no deja de ser un escupitajo a la constitución americana. El verdadero problema es otro: la reconstrucción nacional que requeriría varias legislaturas, pues Trump deja más de 72 millones de americanos bien enfadados, bien desencantados con el establishment demócrata que, como explicaba en el anterior artículo, está volcado con las élites intelectuales y las ciudades prósperas de ambas costas americanas. Sin desearlo, Trump ganó la Casa Blanca con la premisa verbalizada por el senador de Texas Ted Cruz, que decía así: «La gran mentira en política es que los republicanos son el partido de los ricos y los demócratas son el partido de los pobres. Eso simplemente no es cierto. El partido republicano de hoy son los trabajadores siderúrgicos de Ohio, el partido republicano de hoy son madres solteras que sirven mesas (...)». Y eso es cierto desde hace muchos años. Como también lo es que durante sus cuatro años en el poder se ha dedicado a bajar los impuestos a los muy ricos y a privar a los americanos pobres de la atención sanitaria que aprobó Obama.

El Brookings Institute informa que los 477 condados grandes y densamente poblados en los que ha ganado Biden representan el setenta por ciento de la economía de los EE UU, mientras que los 2.497 condados en los que ha ganado Trump sólo suponen el 29% de esta. Votantes blancos, con bajo o muy bajo nivel educativo y residentes en pequeñas ciudades y áreas rurales con una mala o muy mala situación económica. Esta fabulosa desigualdad no sólo es económica, sino que es social, psicológica y caldo de cultivo para las revueltas sociales que llegarán. Como las que vivió Sarkozy con las banlieue de París. La gran mayoría de votantes republicanos se ha descolgado del tren del trabajo. Porque, de los casi 16 millones de nuevos empleos creados en EE UU, solamente 55.000 acogen a quienes dejaron la escuela a los 16 años. Los economistas Anne Case y Angus Deaton revelan que los hombres y mujeres blancos en edad de trabajar sin título ni estudios están muriendo por sobredosis de drogas, enfermedades hepáticas relacionadas con el alcohol y suicidios. Sólo en 2017 estiman que hubo 158.000 «muertes por desesperación».

Joe Biden no sólo se enfrentará a la Covid-19, que más tarde o temprano la vacuna vencerá; se enfrenta a un país con unas tasas de desigualdad impropias de ese gran país. Los votantes de Trump compraron una mentira, un elixir que les prometió invertir su situación.

Además, Biden ha tenido un triunfo exiguo. El sistema electoral americano es mayoritario, no es proporcional y los estados rurales están sobrerrepresentados. Aun en el caso de que en enero los demócratas ganen la segunda vuelta que les den los dos escaños de Georgia, demócratas y republicanos tendrán cada uno cincuenta senadores –y el reglamento de la cámara exige que las leyes se aprueben por sesenta votos–. El Senado americano renueva un tercio de sus miembros cada dos años, por lo que los demócratas volverán a necesitar una mayoría muy cualificada. Lo anterior dibuja un panorama similar al que tuvo Obama con un Senado republicano mayoritario, lo cual va a paralizar cualquier intento demócrata de avanzar en legislaciones que impulsen el cuidado medioambiental del que tanto ha hablado Biden. Y lo mismo sucederá con retomar el Obamacare. El panorama es desalentador.

EE UU volverá a la cumbre de París, retomará las relaciones con la Unión Europea y se distanciará de los brexiters. Dignificará la política y las instituciones. Hará una buena política exterior que a todos nos beneficiará. Está por ver si quitará los aranceles al aceite de oliva y otros productos españoles o si continuará con las políticas proteccionistas de Trump. Pero el problema lo tiene en casa. Biden debe gobernar para todos los americanos y limpiar su partido de momias. Estaría bien que empezase por Nancy Pelosi y que diese protagonismo al ala izquierda demócrata. Ocasio Cortez, Bernie Sanders y Elizabeth Warren pueden enseñarle mucho sobre cómo combatir la desigualdad y lo que significa. Ese es su verdadero reto.

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