Después de mucho tiempo descartando la medida solicitada por la oposición y una parte de los agentes sociales, el Gobierno cambia de opinión ahora y a partir del próximo 23 de noviembre exigirá a los viajeros extranjeros que lleguen a España una prueba PCR negativa de menos de 72 horas de antigüedad. La medida afectará a quienes vengan de países que registren 150 casos de covid-19 por cada 100.000 habitantes. Es decir, que en Europa, a día de hoy, solo excluye a Noruega, Finlandia, Grecia y Alemania. En el caso de no llegar con este diagnóstico en la mano, los viajeros podrán ser sancionados con multas que van desde los 3.000 hasta los 60.000 euros.

Ni que decir tiene que estas decisiones afectan de lleno a Balears y en concreto a su amplio y predominante sector turístico. La presidenta del Govern, Francina Armengol, ha dicho que esta iniciativa de Madrid “nos coloca en predisposición para restablecer la actividad turística con seguridad para todos”, pero esta es una afirmación que, siendo objetivos y tal como están las cosas, debe inscribirse en el terreno de los deseos y las buenas intenciones porque la exigencia de PCR a los extranjeros se implanta con notable retraso y nace con el lastre de unas lagunas que hacen dudar de su efectividad y hasta invitan a pensar que puede tener claros efectos contraproducentes. Esta decisión es también una clara expresión más de que la segunda oleada del coronavirus ha pillado a las autoridades con el pie cambiado y están dando unos bandazos difíciles de controlar.

Estamos ante una medida de impacto efectivista pero que tiene todos los visos de acabar siendo muy poco efectiva. Por varios motivos. En primer lugar porque, por lo que respecta a Balears, llega tarde, cuando la lánguida temporada turística ya está extinguida y por tanto no tendrá efectividad alguna en este ámbito sustancial para la economía de las islas. Por otra parte, el hecho de que la exigencia de PCR no afecte a los viajeros nacionales deja un importante vacío por lo que respecta al control sanitario pretendido. Hay importantes zonas de España que, como es sabido, presentan una considerable tasa de coronavirus y cuyos residentes son susceptibles de incrementar su presencia en Balears en el caso de que viajen a las islas. Pero, en este supuesto, nadie les controlará, aún sabiendo que la segunda oleada del coronavirus ha llegado desde fuera.

Uno de los aspectos más ambiguos del sistema de control planteado radica en unas sanciones altas y las consecuencias que puedan tener. Realizar pruebas PCR a los miembros de una familia extranjera que se plantee venir a Balears, aparte de la incomodidad, significará un desembolso añadido nada desdeñable y por tanto puede desembocar en un temible efecto disuasorio. Canarias, ahora en temporada alta, ha añadido aún a los PCR un test de antígenos, una complicación más que desde el exterior puede asociarse en negativo a la imagen de Balears.

Las multas, por supuesto, pueden provocar también un enfriamiento disuasorio sobre los planes del turista extranjero. Además, falta saber qué pasará con los pasajeros que desembarquen de un avión sin el resultado del PCR en su equipaje y cuál será el destino de la recaudación de las sanciones. La seguridad pretendida queda en el aire. El letargo invernal debe servir para pulir la situación y crear medidas que no espanten a los turistas.