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Matías Vallés

Trump, la derrota era esto

La alegría nunca es completa, así que la misión cumplida de desalojar a Trump se enturbia al ilusionarse con Biden

Donald Trump ha descubierto que hay algo peor que ser pobre, perder unas elecciones delante de siete mil millones de personas. El aprendiz de tirano se acabó, misión cumplida, pero el shock posteufórico ha provocado una distorsión desasosegante. Una parte del electorado mundial pretende ilusionarse artificialmente con Joe Biden, y este contrasentido provocará un chasco enorme. Es curioso que la fake news del liderazgo del ganador accidental haya prosperado alegremente, sin que ningún cazador de desinformaciones haya denunciado su difusión.

Si ya es alarmante que un 70 por ciento de Republicanos piensen que hubo pucherazo, según un sondeo de Politico, causa todavía mayor trepidación que un veinte por ciento de Demócratas fantaseen con la hipótesis de que Biden es Kennedy resucitado, a la misma edad que tendría hoy JFK. El maniqueísmo arraigado en los países mediterráneos no debería ocultar que felicitarse de la derrota de Trump es compatible con preocuparse por la llegada de Biden.

El presidente electo y provecto fue promocionado tras el fiasco de Hillary Clinton para minimizar riesgos, no para despertar expectativas. La tendencia a la radicalización impulsa a recordar que la mayoría de decisiones vitales obligan a decantarse entre dos realidades igualmente despreciables. De ahí que las palabras más sensatas sobre el advenimiento de Biden correspondan a Josep Borrell, al resaltar que la actitud proteccionista de Trump no desaparecerá como por ensalmo con un presidente Demócrata que también practica el «América primero». El responsable español de la política exterior europea se limitó a congraciarse de que «la actitud será distinta». Rebajar la efervescencia es el enfoque correcto.

Ganar al fantoche es una cosa y sustituirle es otra, como bien saben en Venezuela. La victoria de Biden despeja curiosamente las dudas sobre la evidencia de que Trump era el presidente, con las mismas credenciales para considerarse legitimado en el cargo que cualquiera de los gobernantes europeos a quienes despreciaba colectivamente. La continuidad al alza de sus votos, tras cuatro años de supuestos desvaríos en la Casa Blanca, confirma que 2016 no fue un disparate ni el fruto del «abuso de la estadística» que Borges descerrajaba sobre la democracia en su conjunto.

El radicalismo bufo, en su interpretación transoceánica, no solo constituye una opción vigente entre el electorado estadounidense, sino que el magnate impostor se hubiera mantenido en el poder con un ligero viraje de cien mil votos sobre más de doscientos millones de electores. Trump fracasa como presidente el mismo día en que se consagra como expresidente. No debería ser tan difícil de entender en la Europa de Berlusconi, aunque España tomaba la precaución de emprender una persecución penal cada vez que afloraba un Jesús Gil, un Ruiz Mateos o un Mario Conde.

La venganza es más fácil de aceptar que el entusiasmo, aunque el desquite venga signado por personajes tan elegantes como Obama. El Fred Astaire de la Casa Blanca no abandonó su hibernación para aupar a Biden, sino para insultar fieramente a Trump. El interrogante retórico «¿está traumatizado porque nadie acudió a su cumpleaños cuando era niño?» resulta impropio del fino estilista de Chicago, y confirma el daño infligido por las acusaciones de no haber nacido en Estados Unidos o de ser un musulmán clandestino.

Trump obligó a Obama a mostrar su partida de nacimiento, el alumno de Harvard le ha devuelto la moneda expidiendo su partida de defunción. Sin embargo, el expresidente Demócrata no llega a la ficción de celebrar con admiración al recién elegido. Biden sirve de tregua antes de que se desate la guerra entre Kamala Harris, ‘Pocahontas’ para el deslenguado Trump, y Alexandria Ocasio-Cortez, la congresista de 31 años recién cumplidos. Ambas aspiran ciegamente a convertirse en la primera presidenta de Estados Unidos. La portorriqueña acabará de rebasar el listón obligatorio de los 35 años en 2024, y tal vez para entonces habrá suavizado su convicción actual de que «en cualquier otro país, Biden y yo no militaríamos en el mismo partido».

Al filisteo Trump le ha costado aceptar una apelación emocional. La derrota era esto, un goteo de deserciones, el distanciamiento de los próximos de ocasión. O el juez que, ante una reclamación de fraude irrisoria, se atreve a plantear «¿en qué momento esto puede llamarse ridículo?» Al expresidente no le preocupaban las otras versiones de la historia, siempre que acabara imponiendo la suya. El aislamiento en esta convicción lo traduce a personaje de Shakespeare. «¿Qué más puede ocurrirme?, ¿descubrir que soy mortal?» En cambio, Biden no se hace ilusiones.

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