Los números verdes, por el fósforo, de los minutos van cayendo para convertirse en horas. Me refiero a las horas del despertador de mi mesilla de noche, un modelo analógico que me acompaña desde hace treinta años. El sueño no llega. Quizá ha cogido un atasco, quizá ha empezado a dormir a la gente que vive en los números pares de mi calle, siendo que yo vivo en uno impar, el caso es que llevo dos horas en la cama y no me duermo. Tengo la boca seca por los ansiolíticos. Las encías, la lengua, el paladar y la garganta parecen de cemento. Imagino que se me seca también la tráquea. Luego, el aparato digestivo se convierte en una especie de tubo de hierro. Sin darme cuenta, creo que estoy llevando a cabo un ejercicio de relajación, pues también las piernas y los brazos se han convertido en pura piedra y pesan mucho, igual que la cabeza. Solo que, en lugar de dormirme, que era lo que pretendía, me muero.
