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Marta Torres

Los días más tristes de nuestros abuelos

Me los imagino en sus habitaciones prestadas. Ésas en las que los han aislado para intentar que no se contagien del virus. Con su par de mudas en el armario y la televisión como única compañía. Quizás también alguna revista. Y las llamadas. Si pueden coger el teléfono, si son capaces de saber que lo que suena es el teléfono.

Me los imagino en esa soledad de puertas cerradas que sólo cruzan astronautas blancos. O azules. Sin sonrisas. Quizás, con un poco de suerte, atinen a reconocer un eco familiar en la voz o en la mirada. Me los imagino mirando por la ventana, o por el balcón, viendo la escasa vida de las calles. Eso si consiguen levantarse de la cama. De la silla. Si recuerdan en qué rincón de esas cuatro paredes dejaron el andador. Me los imagino tratando de entender por qué los suyos no están, no van a verles, no se sientan con ellos a tomarse un café en el jardín. Me los imagino dándole vueltas a por qué los han castigado sin salir de su habitación, por qué ya no pueden jugar al bingo o cruzar sus recuerdos deslavazados por el tiempo mientras esconden un panecillo para alguien que hace tiempo que se marchó.

Me los imagino porque los que estamos a este lado de la puerta de la residencia no podíamos imaginar unos días más tristes para nuestros abuelos.

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