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Al corro de la patata

Cuánto tiempo sin escuchar esta canción. Las calles guardan silencio desde hace meses y parece que las canciones infantiles se las haya tragado la tierra. Nuestros niños y niñas han perdido el brillo, no solo el de los ojos… les hemos quitado a su infancia algo más que la banda sonora.

Se han acostumbrado a jugar a distancias milimetradas, convenidas y desconectadas. De uno en uno no se puede jugar al corro de la patata. De uno en uno se pueden hacer muy pocas cosas en plazas o en patios parcelados… de uno en uno les hemos quitado el juego en grupo de cuajo, sin preguntar, sin previo aviso. Esta vez, la respuesta no la encuentran en los padres. No todo es fácil de explicar a un niño.

Se nos están olvidando los gritos de alegría de los pequeños en los rincones de la ciudad o de los pueblos, donde la libertad huele menos a polución y más a leña mojada. ¿Qué voz tenían los niños y a qué sonaba la inocencia cuando no estaba amortiguada? Poco nos piden y poco se quejan. Pocos nos arrodillamos a escuchar cómo cuentan su mundo, el que tienen y el que echan de menos. No sabemos dónde guardan las ganas que no utilizan, en qué baúl esconden tanta infancia detenida, tantos juegos no jugados que cambiarán de talla irremediablemente si el tiempo de pandemia continúa avanzando.

¿Qué dejarán los pequeños por el camino? Nadie lo sabe. Todavía es pronto para evaluar cómo este paréntesis les va a afectar en su desarrollo evolutivo. No es lo mismo que pausemos unos pocos meses su manera de abrirse al mundo, pero si los meses continúan a medio gas… qué pasará con sus experiencias, limitadas; con sus otras culturas por descubrir, ahora tan lejos, otros modos de vida… qué pasará con el contacto social, esencial en el desarrollo de los más pequeños, ¡sobre todo de los más pequeños!

Sin abrazos, de uno en uno, los apegos se pierden y el alma no se llena. Somos seres sociales y bien lo sabemos los que vivimos en esta cultura tan mediterránea en la que compartimos alegrías, penas y un paquete de pipas mientras disfrutamos de un partido, de un cumpleaños o de una fiesta fin de curso. Cómo les va a afectar el miedo en el futuro. Los más pequeños ya han normalizado no besar a sus abuelos, ni a sus tíos y amigos, ni compartir pelotas o soplar las velas en la tarta. ¿Algún día volverán a hacerlo?

Son preguntas sin revolver. Del futuro, poco se sabe, esto bien nos lo ha enseñado este virus que ha venido a separarnos unos de los otros o quizá a hacernos sentir más unidos, según se mire. Lo que sí sabemos es que el brillo de los ojos de los niños no es el mismo y que los padres y madres hacen malabares entre preservar la salud familiar y darles pequeñas porciones de infancia guardada, como trocitos de chocolate a escondidas, trocitos de cielo envuelto en papel brillante.

Son tiempos de infancias dosificadas y de ilusiones descafeinadas. Después de un verano a remojo con matices, de una vuelta al cole con mascarillas a jornada completa, con patios cuadriculados y de chuches sin compartir, miramos hacia las Navidades desviando la mirada. Las fechas más mágicas del año para nuestros pequeños este año van a tener que ser más mágicas que nunca para que sean posibles. Sin reuniones familiares, sin melodías navideñas, sin color en las calles y sin saber cómo llegarán los Reyes Magos o Papá Noel, nuestros niños y niñas van a tener que escribir una carta diferente este año: «Queridos Reyes Magos, este año solo quiero que te acuerdes de mi infancia porque sigo siendo un niño y quiero volver a jugar con mis amigos al corro de la patata».

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