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Dándole vueltas

Una de vampiros

Tiempos extraños, estos que estamos viviendo. Sin saber muy bien a qué atenernos y tampoco poder predecir hacia dónde nos dirigimos, la vida a ratos parece haberse vuelto adusta, o lo que es lo mismo rígida y algo desapacible. Las que ya peinamos canas sabemos que todo esto pasará y que solo el tiempo nos contestará a la interminable lista de preguntas que nos hacemos sobre las consecuencias que tendremos que afrontar. En nuestras vidas, en nuestra economía, en nuestras familias y hasta en nuestra manera de emocionarnos y de estar en el mundo. No sé si por las canas, o por la perspectiva que me da la experiencia vital acumulada, lo vivo desde la pausa y con toda la contención de la que soy capaz. Pero para los más jóvenes debe ser una putada. ¡Una gran putada!

En la juventud no se acumula suficiente experiencia para que sea fácil vivir esta abrumadora actualidad desde la contención, ni desde la certeza de que pasará y que todo esto les hará más fuertes. Cuando eres joven entiendes poco de resiliencia. O quizás sí que lo entienden, tenemos generaciones más competentes de lo que tendemos a pensar… pero de lo que dudo más es de si eso «que saben», lo saben trasladar al plano emocional. Estos días he pensado mucho en todas y todos los que han empezado su primer año en la uni (universidad para los más viejunos).

Yo aún recuerdo mi primer año, las expectativas, los miedos, las sorpresas, los fiascos y la diversión. Sobre todo, recuerdo la diversión. Una diversión desde la que crecí y maduré. Hay momentos en los que parece que la estamos demonizando. Como si puestos a tener que amputar un miembro de un cuerpo enfermo, la diversión fuese prescindible. Pero nada más lejos de la evidencia científica, la diversión nos completa y nos alienta a seguir conectando con nosotros mismos y con el resto. Vamos, que divertirnos nos hace mejores personas. Mirad a vuestro alrededor, hemos dejado de reírnos. A todo lo que decimos le damos una trascendencia sofocante. Hay gente que ha optado por enmudecer. Y la gran mayoría, la silente, no se siente representada en los noticiarios de televisión.

Es un buen momento para pensar qué hacemos, y por qué lo hacemos. En todo este estropicio, al que nos estamos enfrentando, hemos creí do que meter a los más jóvenes en casa, cuando no van a clase, es parte incuestionable de la solución y para avalarlo nos repiten hasta la saciedad imágenes de las minorías irresponsables o de las violentas en aras de convencernos de que es la solución. Yo no sé lo que hay que hacer, ojalá tuviese certezas, pero lo que sí que sé es que no podemos seguir cerrando parques, eliminando extraescolares, reduciendo las actividades de los Punts Joves, limitando el acceso a los polideportivos y destruyendo así el poco ocio alternativo y saludable que ofrecíamos como sociedad a los más jóvenes. Ocio que tanto nos ha costado construir y que si antes era insuficiente ahora se ha convertido en especie en peligro de extinción.

A las familias nos quedan pocas alternativas, y a las que tienen pocos recursos, que son las más vulnerables, menos aún si cabe. A las administraciones públicas les toca reinventarse, ser creativas y aplicar medidas de reducción de riesgos. Pero les toca sobre todo ejercer la responsabilidad social que nos piden al resto de la ciudadanía. Y dada la nueva normalidad, las familias en muchos casos hemos tirado de la sedación como solución.

Hemos abierto el grifo a la vida virtual de nuestros hijos e hijas. Les hemos ampliado los horarios de exposición en redes y los dejamos jugar online como bálsamo relajante o sustituto de una buena tarde con colegas. Pero no funcionará, lo digo así en plan categórico porque, de esto, sé de lo que hablo. Solemos poner nombres a las nuevas tendencias y solemos hacerlo en inglés, no sé si para parecer más a la última, más sofisticados.

Desde hace más o menos un año oímos hablar de vamping. Se origina mezclando vampire (vampiro) y texting (teclear mensajes de texto), y hace referencia a las personas que utilizan aparatos multimedia por la noche. En el caso de los adolescentes mayoritariamente el móvil. Desde un campo tan serio como es la neurología, los expertos nos están avisando, hace aún más tiempo de que le pusiésemos nombre al fenómeno, de los efectos y consecuencias que este hábito tiene en nuestro organismo.

El más directo es la segregación tardía de melatonina y con ella, la reducción de horas de sueño y la disminución de la calidad de nuestro sueño. Y esto nos está afectando a todos, pero especialmente a nuestra adolescencia, y más aún a aquella que no «sufre» ninguna regulación y control por parte de sus familias. Las cuentas son claras, un adolescente debe dormir 9 horas por noche. Ese es el tiempo necesario que permite que funcionen de manera óptima, ya sea a nivel físico, mental, cognitivo y también social y familiar. Todo lo que baje de esas horas aumenta las posibilidades de convivir con un ser humano más parecido a una criatura salida de la noche de Halloween que a esas dulces criaturas a las que hemos criado, querido y acompañado desde su infancia.

Con todo lo dicho, solo queda actuar desde nuestras casas y no olvidéis que al fin y al cabo la adolescencia es un trámite por el que todos y todas hemos pasado.

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