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José Carlos Llop

El lugar de la pintura

Los almacenes de un museo –como las famosas cavas del Vaticano– encierran a menudo más tesoros que los que tienen a la vista del público. Unas veces por misteriosos y distintos; otras porque su ocultamiento depende de los caprichos estéticos o teóricos –es decir, ideológicos– del director de turno, que es quien tiene a su cargo esas colecciones-iceberg: mayor superficie bajo el agua que la flotante. Hace años que El Prado, como otros museos europeos, organiza exposiciones de sus fondos subterráneos y así ofrece al visitante aquello que el visitante desconoce. Del mismo modo, los museos nacionales suelen prestar pinturas, esculturas y tapices para que vistan instituciones del Estado y esta práctica es normal en todas las naciones civilizadas. Obras de arte –las que se prestan temporalmente– que descansan el sueño de los justos en los depósitos museísticos y de esta manera se les da una nueva vida.

Adquirida en tiempos de Juan Manuel Bonet, L’atelier aux sculptures, de Miquel Barceló –que preside ahora la sala del Consejo de ministros– era, sorprendentemente, una de esas pinturas ocultas en los almacenes del Museo Reina Sofía, suponemos que por decisión de su actual director, Manuel Borja-Vilell. Del mismo modo que suponemos –otra suposición, repito– que debió de ser el anterior ministro de Cultura, José Guirao –que tiempo atrás también había dirigido, como Bonet, el Reina o MNCARS– quien sugirió el rescate de esa gran obra barcelonita, a la que se añadieron un par de esculturas del pintor mallorquín, para que –bye, bye, darkness– se expusieran en una de las salas del palacio de La Moncloa, donde el presidente de gobierno recibió a TVE en alguna ocasión.

Pero la exigencia de distanciamiento en la nueva normalidad, como le llaman, establecida por el coronavirus, quiso que esa espaciosa sala para recibir ocasionalmente, se convirtiera en la del Consejo de ministros. Con lo que L’atelier aux sculptures pasó a formar parte habitual de la imagen gubernamental y sus dictados. O sea, de un logo que a su vez es fondo de pantalla, pues sólo la vemos –y la vemos constantemente– en televisión y en las fotografías de los periódicos acompañada por el gobierno en pleno. Serán sutilidades, pero son.

Esta sobreexposición a través de un medio que no es el suyo –una obra de arte como L’atelier…, donde quien la contempla acaba inmerso en el cuadro, habitando el taller del artista, tiene un solo destino: el museo–, ha provocado que algunos, en este tiempo, nos preguntáramos tres cosas. La primera por qué razón no estaba expuesta en su lugar natural –el Reina Sofía– y descansaba desde hacía años en un almacén. La segunda dónde estaba ya no la sensibilidad, sino el criterio de quienes usan una obra de arte para darle la espalda como si sólo fuera un vulgar elemento decorativo. La tercera es si son las decisiones gubernamentales –y más en un tiempo tan enrarecido por la pandemia y tan discutido en sus consecuencias– lo que se ha de asociar (aunque sea subliminalmente) a esta obra de arte. Y eso que siempre hemos visto Mirós o Tàpies, incluso algún Barceló, creo recordar, en la sala del Consejo de toda la vida, pero nunca una pintura cuya potencia reclamara la atención como L’atelier aux sculptures y nos dijera «sáquenme de aquí, que no es mi sitio». Más aún cuando además de por las cabezas de presidente y vicepresidentes hemos visto a veces cómo sus flancos eran tapados por las banderas pertinentes, sin cuidado ni respeto alguno por la totalidad de una obra de arte. En fin.

Hace una semana Miquel Barceló decía en una entrevista concedida al diario El País: «El Consejo de Ministros no es lugar para mi cuadro, debe volver al museo… Mi cuadro no está hecho para estar de fondo de un señor que le da la espalda ni para pasarlo por la tele». En estos tiempos de Instagram y Facebook serían multitud los pintores encantados con uno de sus cuadros apareciendo en televisión una vez y otra. En el «yo no» de Barceló está la libertad plena del artista, al margen y por encima del poder, sea quien sea el que lo detente. Pero está, sobre todo, la responsabilidad de un creador frente a su obra, la exigencia del cuidado que se ha de tener con ella ya que a nadie del ministerio de Cultura, por ejemplo, se le ha ocurrido que esa obra no existe para la función que se le da. No es un tapiz, ni un mural. Arranca de Altamira y acaba en el pintor mallorquín, pasando por distintas derivas del arte, tanto pictórico como escultórico. No es un bibelot, ni una lámpara, ni un perchero. Tampoco una cuestión de ideas o partidos; sólo de arte. Y la verdadera función del arte no es la decoración.

Si Francisco Calvo Serraller viviera –su libro sobre El taller de esculturas de Barceló, con fotografías de los detalles que explican esa pintura y su encuadre en el arte de todos los siglos– habría avisado del despropósito hace tiempo. Pero no está y la época es otra: todos callados o pensando qué chollo. Ha tenido que ser el propio Barceló, quien haya recordado lo obvio, para impedir que una función que no es la del verdadero arte acabe borrando no sólo su sentido originario, sino la pintura en sí.

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