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JOrge Dezcallar

Adiós Donald, adiós

Me atrevo a este titular cuando todavía quedan votos por contar y Georgia, Pennsylvania y Nevada arrojan resultados muy apretados que auguran batallas legales y recuentos de votos. Con muchos apuros y tras una «semana electoral» llena de incertidumbre, parece que los americanos han logrado librarse de Donald Trump. Él ha dicho que «nunca es fácil perder y para mí desde luego no lo es», y por una vez no ha mentido. Por eso se proclamó vencedor antes de acabar el recuento, denunció «fraude» electoral sin pruebas, y afirmó que los Demócratas le están robando un triunfo que nunca tuvo. Olvida que en una democracia uno no se autoproclama nada y que todos los votos cuentan.

Donald Trump hace un mal servicio a la democracia al sembrar tantas dudas sobre la legitimidad del proceso que puede acabar sacándole de la Casa Blanca. Si eso ocurriera en otro país, Washington lo condenaría con firmeza y haría bien. Pero quizás no quepa esperar otra cosa del primer presidente destronado tras un solo mandato desde que Bush (padre) perdió la reelección en 1992, siguiendo así la estela de Ford en 1976 y de Carter en 1980. La diferencia es que Trump, en vez de irse con elegancia por la puerta grande lo hace peleando y por la puerta de atrás. No es ninguna sorpresa pues hemos tenido cuatro largos años para conocer sus formas.

Lo sorprendente para mí es la cantidad de gente que le ha votado. En esta elección los americanos debían decidir si querían un presidente que uniera el país u otro que exacerbara sus divisiones internas; si querían una democracia plena con división de poderes u otra en la que el Ejecutivo interfiere en la Justicia y en la libertad de prensa; y, finalmente, si desean un mundo de cooperación o de confrontación, alguien que ofrezca liderazgo internacional para luchar contra nuestros grandes problemas: el Covid-19, el calentamiento global, y la crisis económica con su corolario de desempleo y crecientes desigualdades. O no. No parece una elección difícil, ¿verdad? Y sin embargo Donald Trump ha tenido más votos que en 2016. Se podía pensar que entonces los norteamericanos fueron pillados por sorpresa, que solo le conocían como estrella televisiva y que veían en él un soplo de aire fresco frente a Hillary Clinton que para muchos simbolizaba el establishment y los intereses de Wall Street. Pero ya no, después de cuatro años de una presidencia imprevisible y atrabiliaria nadie puede alegar sorpresa o ignorancia. Y resulta que Trump le han votado 68 millones de personas que representan al 48% del electorado. Que aunque son 4 millones menos que Biden siguen siendo muchos votos.

Según las encuestas, elecciones han estado dominadas por tres asuntos: economía, crisis racial y coronavirus. En la primera Trump lo ha hecho bien, heredó de Obama una economía en marcha y él la hizo crecer más con rebajas de impuestos y dinero muy barato. El invento le funcionó hasta que llegó la pandemia que hizo subir el desempleo hasta tasas desconocidas desde 1929, aunque este último trimestre ha vuelto a crecer con fuerza mostrando la admirable flexibilidad de un mercado que crea empleo con la misma rapidez con la que antes lo destruye. En cambio, Trump no lo ha hecho bien ni en la lucha contra los disturbios raciales que estallaron en mayo con la muerte de George Floyd, porque los ha excitado en lugar de apaciguarlos al no prestar atención a las quejas de los afroamericanos y respaldar el supremacismo blanco, y tampoco lo ha hecho bien en el combate contra un virus cuya gravedad se ha negado constantemente a reconocer y que de esa manera ha ayudado a extender. Hoy los EE UU cuentan más de 130.000 muertos y la cifra sigue creciendo. Y quién combatía mal el coronavirus en casa no estaba tampoco en condiciones de ofrecer liderazgo internacional para una lucha global contra la pandemia.

En lugar de aceptar con elegancia la derrota, Trump arroja dudas sobre la limpieza del proceso electoral y habla de «fraude» sin aportar pruebas, pide que no se cuenten los votos por correo o que se recuenten otros ya contabilizados... triquiñuelas de mal perdedor servidas por ejércitos de abogados y constitucionalistas bien pagados y dispuestos a agarrarse a cualquier triquiñuela legal para seguir cobrando. Trump no ha descartado recurrir finalmente al mismo Tribunal Supremo (TS), lo que aún arrojaría más sombras sobre el proceso electoral porque es percibido como claramente conservador después de que él mismo haya nombrado tres jueces durante su mandato, aunque en modo alguno creo que el TS vaya a prestarse a ninguna maniobra turbia. La democracia norteamericana ha sufrido durante los últimos cuatro años, como afirma el último informe de Freedom House, pero es muy sólida y puede permitirse lidiar con esperpentos como el actual. Al final el vencedor no lo declararán ni Trump ni los jueces sino el pueblo soberano. Como debe ser.

Pero que Trump tenga que abandonar la Casa Blanca el 20 de enero no quiere decir que el trumpismo vaya a desaparecer de nuestras vidas. No sólo porque veremos lo que se le ocurre hacer hasta esa fecha, sino porque con 88 millones de seguidores en Twitter Trump seguirá influyendo en la vida política del país, sobre todo si, como parece, los Republicanos mantienen (?) el control del Senado –a menos que Georgia lo remedie– y le hacen la vida imposible a Biden. La ola populista que comenzó hace años con el Tea Party y que encumbró a Donald Trump ha demostrado en estas elecciones que sigue viva y con mucha fuerza. Y eso es malo.

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