A mí me gustaba por entonces jugar a que tenía rayos equis en los ojos, de modo que atravesé imaginariamente las paredes de la maleta y descubrí dentro el cadáver de un bebé. Vi eso porque unos días antes la policía había hallado una maleta con el cadáver de un crío dentro. El suceso causó un gran escándalo, sobre todo cuando se averiguó que el niño pertenecía a una novicia de un convento cercano. Vemos, en fin, lo que nos dicen que veamos hasta el punto de que todavía hoy, cuando tropiezo con alguien en el metro arrastrando un trolley, no puedo sino imaginar que lleva un muerto en su interior, con frecuencia descuartizado. Incluso cuando hago mi equipaje, suelo dejar un hueco para la criatura sin vida imaginaria que debe haber en toda valija que se precie.
En cierta ocasión, en la aduana de México me pidieron que abriera la maleta y me puse pálido, al punto del desmayo. La persona que me acompañaba me preguntó qué sucedía y no fui capaz de responderle que llevaba un muerto. Por fortuna, una vez revisada, resultó que solo hallaron ropa, pero pasé unos instantes atroces. Una de las razones por las que viajo poco es por miedo a que tarde o temprano descubran a ese difunto imaginario.
El otro día, en una ciudad en la que di una conferencia, me regalaron, para estas navidades, un pavo envasado al vacío muy típico de la región. Lo metí en la maleta y cuando llegué a casa, al deshacer el equipaje, mi mujer me preguntó qué rayos era eso. -El cadáver -dije, y me vino a la cabeza la historia de mi madre en el metro.