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Mar Ferragut

Quiero ser como Trump

Quiero ser como Trump. Ante las cosas que no me gusten, quiero plantarme y decir ‘no, no lo acepto’. Es genial, vale para todo. Azúcar alto, ¿tienes que hacer dieta? No lo acepto, no la hago. ¿Pagar impuestos? No lo acepto, no los pago. ¿Cambiar mi modo de vida por cambio climático? No acepto el cambio climático ni la ciencia en general, no cambio nada. ¿Pagar la derrama a la comunidad de vecinos? No lo acepto y además arrojo la duda sobre la gestión de las cuentas y llamo a la revolución vecinal: siempre habrá otro que tampoco quiera pagar y que me siga. Trump es único, pero el mundo está lleno de millones de trumps. Afortunadamente, no todos tienen la misma responsabilidad ni poder que el presidente de los EEUU, que aplica una versión grotesca y peligrosa del ‘preferiría no hacerlo’ del refinado Bartleby.

El mundo está lleno de trumps, la pandemia lo ha dejado claro. Entre otras miles de cosas, la enfermedad global nos deja estampas para la reflexión como las manifestaciones negacionistas vistas en Berlín este verano en las que neohippies new age (inciso: ¿lo de new, hasta cuando?, ¿o esto es como lo de las nuevas tecnologías?) compartían lemas y causa con grupos de neonazis. Esa amalgama, que ya vemos en nuestras calles también, me tiene loca porque confirma que tener un enemigo común, real o imaginario, puede unir más (o al menos más fácilmente) que un proyecto en común.

Para confirmar esta teoría bastaría hacer un trabajo de observación con grupos de trabajadores cuando se juntan frente a la máquina de café de la oficina, en la hora del almuerzo o, mejor, en las cañas y copas post jornada laboral (no, no voy a decir nada del Hat Bar, basta ya). Las críticas al jefe, la empresa o al compañero vago cohesionan más que un fin de semana de retiro y coaching empresarial. Los partidos surgidos en las últimas décadas en España y en todo el mundo tienen claro el potencial que supone canalizar ese magma anti, ese enemigo común. No tiene por qué ser algo malo tener claro qué se rechaza para poder cambiarlo, pero algunas formación (no me hagan nombrarlos) se quedan solo en la primera parte, en la del odio compartido: solo quieren fomentar y aprovechar el potencial de ese sentimiento sin pensar en las formas; en los límites marcados por todos como social, moral y democráticamente aceptables; en las consecuencias de encender hogueras... Y sin molestarse tampoco en hacer propuestas para construir un proyecto alternativo serio.

El mundo está lleno de Trumps. El peor de los legados del mandatario es la legitimación del odio y la división social. Aunque ahora acabe su mandato (imposible decirlo todavía con seguridad, veremos qué acaba antes: la pandemia o el culebrón de las elecciones americanas) su resaca perdurará mucho tiempo y los mini-trumps, envalentonados por su ejemplo y estilo, no desaparecerán. Su resentimiento, me temo, no hará sino aumentar al ver a su rey destronado. Una cosa sí hay que reconocerle al presidente: es tan burdo que no engaña. Las formas y las consignas que se transmiten desde un atril de poder son muy importantes, pero no son garantía de nada: los políticos con discurso democrático que no lanzan mensajes políticamente correctos también pueden ser peligrosos y también, con sus acciones o inacciones, acabar promulgando de facto unos valores nocivos y generando consecuencias nefastas para la humanidad y contrarias a toda integridad. Trump y similares también son consecuencia, síntoma y reacción, de esos líderes y sus maniobras a espaldas de la galería.

Lo sigo pensando y no veo inconvenientes: yo quiero ser como Trump. Los semáforos que me molesten los ignoraré, la basura la tiraré donde me dé la gana y la verdad que no me interese la negaré. Será todo mucho más fácil.

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