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Mercè  Marrero

La despedida de Norma

En la misma semana, he conocido dos historias relacionadas con la muerte. Una aquí y otra en Bolivia. Una de soledad y otra de amor y respeto

La despedida de Norma

Vivo de espaldas a la muerte. Me da tanto miedo perder a las personas a las que quiero o dejar de existir, que evito conectar con la certeza de que somos finitos. Al menos, nuestros cuerpos. Estos que ahora alimentamos equilibradamente, cuidamos haciendo deporte y sometemos a revisiones médicas y a analíticas periódicas, un día perderán fuelle y chimpún. Si pudiera elegir cómo partir, desearía hacerlo lo más tarde posible, con buenas facultades, sin dolor y acompañada de quienes quiero. Por supuesto, lo mismo deseo para los importantes de mi vida. Sí, es una carta a los Reyes Magos, pero por anhelar que no quede.

Esta semana, este periódico ha publicado la noticia del descubrimiento del cuerpo de un hombre que llevaba muerto en su casa seis meses. Seis meses. Dos terceras partes de un embarazo, la primavera, el verano y el principio del otoño, todo el confinamiento, la época de la desescalada, el principio del aumento de los contagios y la segunda ola de las narices. Son 180 días en los que nadie se ha preguntado lo suficientemente en serio por qué no sabía nada de ese señor, por qué no abría la puerta o respondía al teléfono. Morir y que nadie te eche en falta es un morir demasiado rotundo. La mayor de las muertes.

Norma perdió a su madre el pasado mes de agosto. Ella vive aquí, su madre en Bolivia. Estaban lejos, pero se sentían cerca. Mi amiga la quería y cuidaba. Desde la distancia, manejaba unos hilos que la protegían, pero que no resultaron suficientes como para sortear un ictus. Esta semana, Norma la ha despedido como manda su tradición. El día de Todos los Santos reunió a su prima y a unos pocos amigos y pasaron una jornada juntos. Rezaron, la recordaron, la añoraron y montaron un altar con las cosas que a ella le gustaban: fruta, zumos, carne, cereales y flores. Los días previos, las personas que iban a asistir a esa ceremonia amasaron pasta de trigo e hicieron unas figuritas de diferentes tamaños que expusieron en el santuario. La grande representaba a la madre y el resto eran soles y escaleras, porque el objetivo es favorecer que el alma se encarame a donde sea para alcanzar la luz. En la otra punta del mundo, al mismo tiempo y según la costumbre, su familia también hacía su particular ritual de despedida. A las seis de la mañana, una persona que interpretaba el papel de la madre llegaba a la casa familiar y despertaba a todos. Durante horas, hijos, yernos, nueras y nietos compartieron confidencias, pasaron cuentas y cerraron heridas. Al mediodía, todos la acompañaron a las afueras del pueblo y se despidieron de ella al final de un camino. Para siempre.

La creencia de Norma es que hay que favorecer que las almas sigan su camino, pero, sobre todo, hay que honrar a la persona que se ha ido, celebrar haberla conocido y querido y comprometerse a recordarla. Ella no vive de espaldas a la muerte, la integra. Mantener en la memoria a quien nos deja significa que ésta no muere del todo. El peor final es el del olvido y la indiferencia. Dos historias en la misma semana. Una de soledad y otra de amor.

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