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Norberto Alcover

Esa mancha oscura

Se llamaba Antonio, y rondaba los veinte años. Comenzó a sentirse mal. Análisis a tope. Radiografías en cadena. Cada vez peor. Comienzos de los sesenta en una zona agrícola de Cataluña. Llegó un especialista de Barcelona, auscultó a un decaído Antonio, revisó el material acumulado, y dejó deslizar un interrogante: «¿Han pensado que pudiera ser leucemia?». Al cabo de doce días, Antonio moría tras ser trasladado a Barcelona. Éramos compañeros de estudios. Nunca olvidaré cómo gritaba el enfermero porque no había notado nada de nada, ni él ni una serie de médicos que habían observado la prolongación de la maldita enfermedad de Antonio. Parecía una laringitis infecciosa, tal vez una cuestión nacida más allá de lo analizable. El hecho es que, desde que Antonio comenzó a encontrarse mal, pasó solamente un mes. Y nada de nada. Cada vez peor, pero nadie intuyó la enfermedad mortal. Era mallorquín. Su padre lucía una pajarita, entonces muy de moda en los profesionales del periodismo. Nunca comprendió cómo no lo descubrimos antes.

Llevo días pensando que la España actual, la de todos, tiene síntomas de acabar como acabara Antonio. Todos sabemos muy bien el conjunto de males que la apremian, pero nadie es capaz de certificar de una vez por todas de qué se nos está muriendo. Nadie detecta algo semejante a la leucemia del amigo muerto. Y eso que lleva por lo menos un año entregada a su aniquilación por obra y gracia de quienes deberían salvarla y llevarla a lo más alto entre las naciones europeas. Quienes auscultan nuestros males, los médicos de turno, afirman percepciones diferentes o semejantes: que si las ideologías son asesinas, que si nunca hemos tenido una economía organizada, que nuestra clase política adolece de poquísima preparación, que si los partidos desunen más que unen, que si el fantasma de los años treinta permanece y hasta que, de pronto, estamos pagando las consecuencias de una Transición pésima y continuadora del franquismo. Entre otras lindezas. Opiniones, pero sin diagnóstico conclusivo alguno. Estamos llegando a la conclusión, silenciada en público, de que todo el siglo XIX fue una muerte anunciada hasta que en 1978 todo se precipitó con la Constitución. Y ahora la pandemia anuncia el cementerio. Porque esto se nos va de las manos. Como algunas autoridades europeas anuncian. Opiniones sin diagnóstico.

¿Sabemos lo que nos sucede o preferimos no pronunciar esas palabras que agitarían los ánimos por desesperación? Somos conscientes de que el poder se ha erigido en dueño y señor de nuestras vidas y haciendas, lo sabemos muy bien, pero insistimos en que se trata de una crisis económica pasajera, así de sencillo. Y al final, dejamos de lado las responsabilidades de nuestros poderosos y volvemos al coronavirus de los demonios. El virus tiene la culpa de todo. Somos unos pobres hombres y mujeres incapaces de detectar las fuerzas maléficas que nos han invadido, como aquellos médicos de Antonio. Prensa, televisión, radio, redes, pasquines, murales, cuanto podamos acusar es acusado de responsabilidad, pero nada llegamos a decir de lo que realmente nos sucede. Que, para colmo, muchos y muchas sabemos. Nos da miedo que la ciudadanía comience a comentarlo y… responda.

Lo he pensado tanto, no solo desde hace meses, que me atrevo a escribirlo sin veladuras: España se ha vaciado de esperanza en ella misma. Ya no es capaz de afirmarse como nación que tiene en sus manos su propio futuro. Se ha olvidado de sus capacidades y entregado del todo a sus defectos. Somos un colectivo que, en el colmo de la autonegación, ha dejado todo de todo en manos de los poderosos, porque ellos nos harán llover el maná europeo. Nada de valores, ni de principios, ni de reajustes, ni de pensamiento: hasta en los planes de estudio se prescinde de tales realidades fundantes de toda nación. Soñamos en memorias históricas que, a lo más, son recordatorios pero incapaces de solucionar algo de algo. Y en el colmo de los sueños, los poderosos nos piden tranquilidad, calma, paciencia, seguridad en el futuro que ellos nos preparan. Y si cometen errores de bulto, afirman circunspectos que hicieron lo que las autoridades sanitarias les dijeron… sin desvelar el nombre de tales autoridades porque no les da la gana. Encerrados. Silenciados. Masticando nuestra condena. No es solamente un problema de impotencia, porque también lo es de estrategia, de acabar con una forma de pensar y de vivir. Nuestros poderosos lo saben. Mueven las ruedas del molino sin que nosotros gritemos que el molino se mueve. Una leucemia implacable. Sin especialista.

Esos médicos se reunían y dialogaban: nuestros poderosos no. Cuando llegó el especialista, todos nadaban en la misma dirección, aunque no tuvieran certezas. Y al pronunciar la palabra leucemia, cayeron en la cuenta de que había dado en el clavo. Y ya no hubo remedio. Antonio murió y lo enterramos entre el silencio de los sentimientos lacerados. Y como él, España lleva un tiempo mostrando síntomas sin que especialista alguno grite la enfermedad que tenemos: España ha dejado de tener esperanza en ella misma. Y añado: nuestros poderosos han decidido que no la tengamos para que no reaccionemos. Así de sencillo. Nos hemos asustado y nos han vaciado.

Antonio está enterrado en Barcelona. Siempre que puedo, visito su tumba. Y siempre también le pido que, desde la eternidad luminosa, nos ayude a no mentirnos y a no dejar que nos mientan. Tengo la seguridad de que me escucha. Hay que ver cómo duele España, sometida a esa mancha oscura.

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