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Luis Sánchez Merlo

El eclipse de la moral

La decisión de ampliar la vigencia del estado de alarma, sin que hayan hecho acto de presencia los expertos sanitarios y científicos, a falta de control parlamentario cada quince días, junto a la ausencia del presidente del Gobierno en el debate, provoca estupor.

Asombro, con efecto directo sobre la moral colectiva, en la medida en que se descalzan los cimientos del sistema democrático y aparecen desafección, inseguridad y rebeldía contra la opacidad. Lo que Mario Vargas Llosa llama «el eclipse de la moral»: «Hay escándalo cuando existe un sistema moral vulnerado por el hecho escandaloso, eso es lo que subleva a toda o parte de la sociedad».

En plena apoteosis de la pandemia 2.0, una sociedad que «lleva la furia en la sangre», como expresó Churchill de sí mismo, precisa que se expongan, de forma razonada e inteligible, las amenazas que se han barajado en esta nueva crisis. El Gobierno ha sacado adelante en el Congreso –194 votos a favor, 53 en contra y 99 abstenciones críticas– la prórroga del tercer estado de alarma, decretado desde que estalló la pandemia.

El apoyo a la extensión –hasta el próximo 9 de mayo– a la que se han acogido todas las regiones, excepto Galicia, Extremadura, Canarias y Balears, contempla que sean los gobiernos autonómicos los que, bajo el paraguas de este instrumento de excepción constitucional, decidan las medidas restrictivas que consideren oportunas –incluidas las que limitan derechos fundamentales– para frenar el avance del coronavirus y poner coto al aumento exponencial de los contagios.

Las preguntas surgen de inmediato: ¿la duración de medio año, responde a alguna necesidad política o simplemente obedece a una lógica científica? ¿Por qué se ha desentendido el Gobierno, al dejar en manos de las comunidades autónomas el mando y la autoridad de la aplicación del estado de alarma, acaso para contentar a los nacionalismos que le sostienen?

En tiempos en que prima la obediencia sobre la capacidad, el oportunismo sobre el talento y están en juego la salud y la economía, en definitiva, la supervivencia, prevalece sobre cualquier otra consideración, la protección de la salud, el mantenimiento del empleo y la cohesión social, así como evitar que la sociedad se polarice aun más.

El «delirio» se ha instalado en el ánimo de una sociedad que asiste a una fantástica e inédita ceremonia y observa –con asombro– lo que ocurre (estaciones del AVE sin pasajeros, aeropuertos sin aviones, radiales sin tráfico, hospitales atestados).

Ahora, se trata de afrontar la crisis apelando a la socorrida cogobernanza de diecisiete regiones, diecisiete sistemas de salud, diecisiete protocolos contra el virus, diecisiete gobiernos. Sin advertir que pasar del mando único a 17 mandos no deja de ser una invitación al caos.

La cesión de competencias a las autonomías para que asuman una función indelegable y, de paso, corran con los perjuicios, ha llevado a que una región tras otra se haya apresurado a anunciar el cierre provisional de unas fronteras imaginarias que sólo existen en los mapas.

Produce pasmo y rabia que no aparezca, como estaba obligado a hacerlo, el llamado a dar la cara con explicaciones bastantes sobre el alcance sustantivo del estado de alarma, medidas graves que afectan a casi 40 millones de personas.

En resumidas cuentas, el jefe del Ejecutivo que está obligado a protagonizar el «engorro», ha evidenciado desatino, al delegar en su ministro de Sanidad la petición de poderes excepcionales al poder legislativo para, a renglón seguido, ausentarse del hemiciclo sin atender los argumentos del resto de grupos parlamentarios.

El fondo rebelde de buena parte del pueblo español, sin tradición de sumisión y obediencia a la ley, le ha llevado a ser refractario a la legalidad. A ello se ha sumado la pusilanimidad, algo proverbialmente extraño pero que se ha ido apoderando del alma española, si bien ahora tiene que ver con no defender convicciones, no enfrentarse a adversidades o no tomar decisiones.

A vueltas con el eterno conflicto español, Miguel Delibes escribió: «Como todos los conflictos, es un conflicto de verdades parciales –las de los partidos–, una madeja tan inextricable, que resulta utópico tratar de buscar al hombre que sea capaz de darnos una verdad objetiva total y satisfactoria».

De ahí, la necesidad de contar con dirigentes de los que no andamos sobrados, equipados con fortaleza moral y capital intelectual, capaces de dar confort a una sociedad desanimada. Para muchos ciudadanos, junto al virus, el principal problema es la falta de ingresos, lo que obliga a tirar de ahorros, restringir gastos, cuando no sufrir escasez.

El jefe del Gobierno del país europeo al que más ha afectado la pandemia, para evitar el desgaste que puede suponer la crisis sistémica que se avecina, no se puede permitir la elusión de responsabilidades y cargas que le atañen.

El Gobierno central no puede abdicar de su responsabilidad en una crisis de salud pública. Como ha advertido Felipe González, desde su experiencia dilatada, las competencias del estado de alarma no son delegables en las comunidades autónomas, tampoco se pueden limitar derechos y libertades constitucionales, a través de una ley ordinaria, como pretende la oposición mayoritaria, ya que sólo pueden limitarse con el estado de alarma.

Al sonsonete de propaganda y salvífica oquedad del discurso público, se añade la impavidez de la oposición, el silencio del establishment, que confía en mantener su posición privilegiada y el anonimato en Internet que se enseñorea sin escrúpulos. De modo que nos damos de bruces con el eclipse de la moral.

Con el sistema político desbordado por la pandemia, a medida que se extienden las protestas por la imposición de nuevas restricciones y el toque de queda, tras el eclipse asoma la flama de la violencia.

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