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Despotismo y propaganda

El Gobierno, escudado en la pandemia, se prepara para implantar el despotismo a espaldas del Parlamento. Incluye un estado de alarma de seis meses, con toques de queda, y niega la posibilidad de que la soberanía nacional lo pueda respaldar periódicamente en función de cómo transcurra la crisis. La oposición parece dispuesta a otorgar el cheque en blanco que reclama Sánchez para restringir derechos fundamentales de los españoles sin tener que responder ante ello. Entre el todo o nada de la oferta se rinde al cesarismo para no ser señalada en unas circunstancias sanitarias comprometidas. En mayor o menor medida, los países de la Europa democrática occidental están limitando la movilidad con el fin de atajar la virulencia del covid-19, pero en ninguno, que yo sepa, se han atrevido a tirar por la calle del medio de esta manera sin que el Congreso revalide medidas tan drásticas para la libertad de los ciudadanos. 

En medio de un caos de considerables dimensiones por la singularidad local y autonómica que adquieren las medidas, dependiendo del momento y el lugar, no se puede decir que la negativa de Sánchez a rendir cuentas cada dos semanas por las restricciones de los derechos sea el único inconveniente. Hay muchos más frutos de la situación sanitaria y económica, pero este llama poderosamente la atención en un momento en que la calidad democrática parece haberse contagiado también del virus y sucumbe a cierta deriva totalitaria. Lo único que permanece incólume es el despliegue de imagen propagandística, que ha pasado de ser arma frecuente a la única utilizada por los políticos. Por ejemplo, el sartenazo fiscal aparece en el relato de Moncloa como si lo hubiera diseñado Robin Hood: se lo quitamos a los ricos para dárselo a los pobres. Ojalá. Pero no; volverán a ser las clases medias las que padezcan el mayor impacto de las subidas de impuestos. 

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