Nació el 2020 entre cava, besos y abrazos. Todo era normal. Familia, trabajo y sueños; todo era alegre como deben ser los proyectos de un nuevo año. Nos sentíamos felices con lo que éramos y con lo que teníamos. Todos nos conocíamos y todos nos reconocíamos. El primo, el amigo y la vecina del tercero y de pronto no somos nadie. No hay sonrisas ni besos, no hay saludos de mano y tampoco hay abrazos porque todo es miedo, es el pavor al contagio. Nos informan del riesgo y nos prohiben ser humanos.

Asumimos el temor y en silencio nos confinamos. Aceptamos que somos vulnerables como lo son nuestros trabajos. Callamos y cumplimos porque lo ordena el pánico. Hoy de nuevo se iluminan las calles para otra fiesta, otro final de año, pero sin uvas, cava ni trabajo. Nadie está para fiestas y nadie entiende qué ha pasado. No nos vemos y no nos expresamos, podemos reír y podemos llorar que, para ellos, no pasa nada bajo la mascarilla del ciudadano enmascarado. ¿ Cuántos han muerto sin causa, cuántos no podrán vivir por esa causa? ¿Quién decide si trabajar mata o no hacerlo te salva? ¿Cómo comer sin dinero y cómo estar sano sin esperanza?

No es verdad que el Covid mata si los que nos mandan y ordenan no cumplen sus reglas. No es verdad que mata la pandemia. Lo que nos mata es la mentira de luces navideñas que nos recuerdan que éramos felices simplemente por poder mostrar la cara, por trabajar sin máscaras y por besarte como hacen, entre sí, los que mandan.

No es verdad que seas una cara tapada, tú eres un corazón que ama: la vida.