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Sesiones faltamentarias

He cultivado, en ésta época de intermitente «ermitañismo» obligado, el morboso vicio, por el cual pido públicamente disculpas, de someter no tanto mi cuerpo físico pero sí mi humanidad psicológica al masoquismo de contemplar a nuestros diputados en todo el esplendor de sus andanzas parlamentarias. Qué quieren ustedes, la solitud y el enclaustramiento, conllevan a veces el que se busque solaz en cualquier ocasión o elemento que se tenga a mano para mitigar la situación, otros acuden a ver de nuevo lo del serial moderno de Juego de tronos; cada uno es cada cual.

Pero más que divertimento, de esa contemplación semanal, salvo escasísimas y muy poco honoradas excepciones, lo único que el vidente, y sobre todo éste «escuchante», obtiene de esas sesiones parlamentarias, es tan solo una mezcolanza de pena, vergüenza y rabia. Pena al ver en manos de qué personas y personajes estamos. Vergüenza ante la evidencia de que aquello de que los mejores deben ser los que rijan nuestros actos, nuestras vidas, es tan incierto como lo de que Hacienda somos todos. Y rabia que proporciona el contemplar que empleen su tiempo en menudencias personales, antes que en las cuitas de los ciudadanos todos.

Al principio, buscando algo más de diversión en mi condenable afición, me agenciaba papel y lápiz, y como nuestros padres seguían el carrusel futbolístico dominical, y me ponía a apuntar el nombre del parlante de turno y registraba con palitos el número de los insultos, exabruptos y descalificaciones que se iba sacando de la faltriquera el tronante ocasional, y daba igual a que cuadra política perteneciese el insultante, por lo visto en todas ellas hay cantera a suficiencia; pero abandoné pronto la tarea porque me quedaba sin papel y con el lápiz despuntado de tanta «faltocracia».

En las últimas jornadas deportivo-festivas de ese coso del «insultómetro» nacional, vienen nuestro patriarcas de la política utilizando los cadáveres de las víctimas de esta pestilencia de nuestros días, arrojándose muertos los unos a los otros, con la nada emboscada pretensión de establecer aquello tan manido de «nosotros lo hacemos todo bien y los otros lo hacen todo mal», olvidando los que mandan, sea cual sea su espacio geográfico de mandato, que como decía Malraux, mandar es servir, nada más y nada menos.

Por lo visto la única grandeza de nuestros actuales parlamentarios, dejando a salvo a esos pocos que intentan hacer su labor de forma honesta a los que casi nunca escucha nadie, se estructura en la táctica de auto colgarse medallas por el simple hecho de pregonar que los otros lo han podido hacer peor, demostrando con ello una reseñable pobreza no solo argumental si no de humanidad. Y es que lo superfluo, lo desmedido en nuestro parlamento de hogaño es el orgullo fatuo, la dignidad desmedida y la creencia insalubre de la certeza absoluta en lo acertado de lo propio al tiempo que lo que escasea, cuando no están desparecidas en combate, es la más elemental educación, la facultad de sentir respeto por el diferentemente pensante y sobre todo la humildad de reconocerse falible. Pero sobre todo, lo que falta enormemente en nuestro Parlamento es la práctica en innumerables señorías de esa obligada labor ejemplarizante para la ciudadanía toda, sobre todo en cuanto al comportamiento oratorio. Difícilmente se pueden desde el poder legislativo denostar ciertas actitudes que desgraciadamente se dan en nuestras calles, cuando desde el llamado pomposamente templo de la democracia, se nos proporciona en no pocas ocasiones la triste imagen de un ambiente quasi tabernario.

Lo suyo sería que se hurtaran algo más de solo sentirse responsables de lo que sale bien y no tanto de llamarse andana cuando la cosa se tuerce. Decía el señor Truman, no el de la película, sino el ocupante de la Casa Blanca de los 40, que es maravilloso lo que puedes conseguir cuando no te importa quien se lleve el mérito; algunos debieran de aprender adecuadamente de esa idea. Miren, soy de la opinión que al único que se le puede malversar una tortilla de patatas en la cocina, es el que tiene el valor de ponerse ante los fogones y arrostrar los riesgos de cocinarla o intentarlo por lo menos. Quien tan solo da consejos desde la puerta de la cocina nunca cometerá errores pues ni tan siquiera tiene la valentía de arriesgarse al fallo.

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