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Miquel Àngel Lladó Ribas

Un, dos, tres, caminito inglés

Un peregrino del camino de Santiago contemplando las vistas.

Creo que ya les he hablado de mi adicción al Camino de Santiago. Pues bien, hace unas semanas repetí. En esta ocasión la ruta escogida fue el «Camino inglés», una variante que puede iniciarse bien en Ferrol o bien en Coruña y que, a lo largo de un paisaje conformado por rías y suaves ondulaciones, llega hasta Santiago después de recorrer un centenar largo de quilómetros. El origen de este itinerario se remonta a la Edad Media y está relacionado con el deseo de peregrinación de devotos ingleses e irlandeses que llegaban en barco al puerto de A Coruña y, en menor medida, a otros situados en las rías de Ferrol, Ares y Betanzos, para desde allí iniciar su particular ruta jacobea.

Esta vez fui solo. Tenía una semana de vacaciones y deseaba huir un poco, en la medida en que eso era posible, de la neurosis ocasionada por la pandemia que nos azota. No tenía miedo –en el Camino es muy difícil andar realmente solo– y, por lo que me informé, los albergues y demás alojamientos habían tomado las medidas oportunas para prevenir posibles contagios, como así fue finalmente. El primer día recorrí cerca de 30 kilómetros –la distancia que separa Ferrol de Pontedeume– en soledad, y la verdad es que me sentí bastante bien. Pero a partir de la segunda jornada entablé amistad con unos simpáticos peregrinos de Castellón, con los que anduve hasta llegar a Santiago. En esa misma jornada nos encontramos con una chica de Pamplona que también estaba haciendo el Camino sola, y que decidió igualmente unirse a nosotros. Ese día nuestro destino era Betanzos, ciudad magnífica y señorial, famosa entre otras cosas por su tortilla de patatas –hay quien afirma que es la mejor del mundo– que tuvimos ocasión de degustar sin quedar en absoluto defraudados. Otra de las sorpresas que nos deparó esa agradable villa fue la de ir a parar a un albergue regentado por mallorquines, concretamente el de Santa Maria del Azogue, fundado por obra y gracia de Jaume Alemany, capellán y entusiasta peregrino.

Nuestra siguiente parada fue Hospital de Bruma. El encargado del albergue –un hombre de rasgos más bien rudos pero amable en el trato– nos explicó visiblemente enojado que la Xunta de Galicia está desviando los caminos de su trazado original para favorecer a determinados negocios, especialmente bares y restaurantes. Una pena. Parece ser que la crisis –o las presiones, vayan ustedes a saber– están desvirtuando el Camino, algo que se intuye desde el momento en que empiezas a pisar más asfalto que tierra. Incluso así esa variante, el Camino Inglés, vale la pena por sus numerosas carballeiras o bosques de roble, por no hablar de los castaños, cuyos frutos otoñales alfombran numerosos tramos del recorrido. Y del agua, siempre omnipresente en forma de ríos, torrentes o acequias de todo tipo y condición, y que invitan a descalzase aunque sea por unos instantes y poner los pies terapéuticamente en remojo.

Por fin llegamos a Santiago, no sin antes atravesar Sigüero, una animada población en la que nos tomamos unas merecidas cervezas (no solo de espíritu se vive en el Camino). La llegada a Compostela siempre tiene algo de especial, cercano a una épica íntima e intransferible. Hay quien afirma que se deben andar los últimos metros, los que conducen justo hasta el centro de la plaza del Obradoiro, con la cabeza gacha, y no levantarla hasta que te encuentras justo en ese punto, el ideal para admirar toda la belleza de la catedral. Esta era mi tercera llegada desde que empecé a caminar por las rutas jacobeas, allá en el 2010. Sea como sea, las consabidas fotos delante del templo, los selfies, los abrazos (a distancia, por supuesto, el Covid manda); nada de eso puede sustituir a esa emoción que solo conoce quien llega a pie hasta la meca del Camino por excelencia. Esta vez fueron 113 kilómetros, los que acredita la «compostela» o certificado que religiosamente expide el Centro Internacional de Acogida de Peregrinos, sito en el centro histórico de la ciudad.

Hasta la próxima, pues. Me gustaría agradecer a Óscar, Jorge, Sheila, Manu, María y Alba la compañía y los buenos momentos pasados juntos durante esos días. Quizás no nos volvamos a ver –o tal vez sí, nunca se sabe–, pero sus nombres y su amistad han pasado ya a formar parte de esa geografía íntima de la que antes les hablaba. Ese paisaje mezcla de bosque, niebla, iglesias y amaneceres que impregnan la travesía peregrina y que hacen de ella una experiencia única, a la altura de los sentimientos y las emociones más sublimes de la naturaleza humana.

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