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La política de la polarización

Max Weber definía el poder como la habilidad de llevar a cabo los deseos propios frente a los deseos de los otros. Los buenos asesores políticos lo saben y cultivan una convincente interpretación desde escenarios muy elaborados: banderas que simbolizan lo que respetamos, tribunas espectaculares y escenarios rebosantes de público incondicional a los que hacer llegar el mensaje. La teatralidad es el elemento más característico de la performance. Los partidos políticos se rodean de periodistas y medios de comunicación para que sus performances calen en audiencias que en muchas ocasiones no saben nada de nada. Si tienen verdadero talento conseguirán incluso enseñarles a cómo reaccionar frente al mensaje. Inducir la respuesta. La mayéutica de Sócrates.

Lo anterior coincide en el tiempo con una crisis del periodismo y los medios de comunicación tradicionales y un nuevo entorno mediático en el que dominan las redes sociales por las que circula una gran cantidad de información falsa, o cuando menos de origen desconocido; abundantes periódicos digitales de bajo contenido informativo y enormemente polarizados y grupos de WhatsApp a medida que nos nutren exclusivamente de lo que queremos escuchar. Terreno abonado.

Las redes sociales como Twitter o Instagram sólo permiten mensajes cortos. Son perfectas para cultivar el extremismo, ya que cuanto más breve sea el mensaje, más radical debe ser para que llegue a más gente. En las redes sociales no hay mucho espacio, por lo que tampoco hay mucho tiempo para la elaboración intelectual. Todo debe ser muy sencillo y extremo. Son el instrumento perfecto para convencer a los tontos y a los rígidos. Por lo que favorece a los sectarios. Es la tecnología al servicio de la polarización y la antipolítica. La muerte de la Ilustración.

Trato de explicar por qué padecemos tal grado de crispación y polarización política. Muchos políticos son alumnos aventajados en la gestión de la polarización. Como no tienen programa ni ideología, se sirven de ésta para hacerse un gran espacio electoral. Por ejemplo, Trump ha sabido cohesionar a sus votantes frente a los demócratas, los manifestantes negros, las élites universitarias de la IVY League y los intelectuales. Ha calado entre el electorado blanco de las zonas rurales castigado por la crisis económica y entre los desencantados con el partido demócrata, demasiado volcado en la costa, entre los urbanitas y en las élites culturales del país.

Esta clase de políticos desarrollan magníficamente los resultados de la tesis del psicólogo social Henry Tajfeld sobre la conformación de grupos sociales con base en identidades. Tajfeld sostenía que los grupos a los que pertenecemos nos definen y conforman nuestra identidad, de tal forma que el concepto que un individuo tiene de sí mismo puede explicarse a través del grupo al que pertenece y su forma de actuar varía según aquél. Dotamos a nuestro grupo de cualidades positivas, mientras que categorizamos a las personas que pertenecen a los otros como adversarios o rivales provistos de cualidades negativas. Por ejemplo, todos los católicos son buena gente y todos los musulmanes yihadistas. O la gente de derechas es trabajadora y la de izquierdas unos vagos. El problema radica en que este tipo de pensamiento fomenta el prejuicio hacia el que es de otro grupo, la discriminación y el odio. Es decir, la polarización. Lo que estamos viviendo en la política española, sin ir más lejos. Da réditos a corto plazo y la puede practicar cualquiera. Cuanto menos nivel, mejor lo hará.

Uno de los grandes incentivos de cultivar la polarización es creer que basta con apelar de manera inteligente al resentimiento que sus votantes sienten por los votantes del partido rival, para tenerlos contentos. Que no van a exigir una gestión de la crisis, ni van a analizar si su líder ha llevado a cabo una u otra política pública que prometió en campaña. Que es suficiente la carnaza. Demonizar al rival para seguir ostentando el poder. Pero la crisis del coronavirus está demostrando que esa premisa tiene excepciones. Centrémonos en el escenario internacional para no fomentar la polarización o suspicacias nacionales: Trump va a perder las elecciones, fundamentalmente por la gestión de la crisis sanitaria, y a Boris Johnson le va a pasar lo mismo. Es un político obsesionado por los escenarios y la imagen del poder y se ha quedado sin performance, ha caído en picado en las encuestas y tiene en contra a la mayoría de los tories. Ya se habla de su sucesor, el responsable del Tesoro, Rishi Sunak. La pandemia le ha vencido, también. Es lo que pasa cuando se desiste de hacer verdadera política. Cuando se olvida en quién reside la soberanía. Un pueblo puede estar dormido, aletargado, enajenado o idiotizado por las redes sociales y las buenas performances, pero sólo durante un tiempo. El tiempo que tarda en cabrearse por haber sido engañado.

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