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Pilar Ruiz Costa

Pobres de nosotros

Lo primero que me llamó la atención del edificio modernista de este miniapartamento en el corazón de Madrid fueron aquellos balcones que sostenían manojos de serpientes. Apenas reparé en aquella iglesia enfrente de aspecto zarrapastroso que, sin duda, había conocido tiempos mejores: San Antón. Tampoco sabía aún que había estado cerrada hasta aquel 2015 en que el padre Ángel –conocido por ser el fundador de Mensajeros de la Paz– se había ofrecido a hacerse cargo. Porque San Antón reabría, pero no como un templo al uso, sino como un proyecto con el que llevaba tiempo soñando: un lugar de acogida abierto a todos, 24 horas al día, 365 días al año.

Ya en la fachada un cartel advierte al visitante: «Aporofobia: fobia a las personas pobres». Una capilla se abre a la acera para quien quiera rendir cuentas sin pisar la casa del Señor; del otro lado, una ventanilla sirve café y bollos al centenar de pobres que se acercan. En la entrada, una máquina de tabaco reconvertida canjea donativos por kilos de arroz o litros de leche, y del otro lado, te recibe la sonrisa de alguno de los trabajadores o voluntarios. Día y noche se cruzan quienes van a ayudar con quienes vienen a ser ayudados. El espacio, en lugar de solemne o pulcro, es una amalgama de figuras de santos, con espacios vividos y carteles informativos: «Si eres madre o vas a serlo, podemos ayudarte», «Si tienes problemas auditivos, hay servicio de confesión por tablet», o cepillos abiertos: «Deja lo que puedas, llévate lo que necesites». Bocadillos, ropa, aseos, pañales, enchufes, wifi, televisores, atención jurídica, médica, espiritual… Desborda calor de hogar. En el altar, una figura troquelada del papa Francisco en tamaño natural con su último tuit acompaña a las reliquias de San Valentín –un cráneo y un par de fémures– y centenares de cintas azules y amarillas con nombres y peticiones de enamorados atadas a las verjas de la capilla. Pobres y amor; amor y pobres y algo en el pecho que me dice que no es casualidad.

Al acabar la misa de tarde los bancos sirven de cama para quien no tiene y los ronquidos se mezclan con los rezos de feligreses que se pasan a ver a Dios al salir de trabajar. La primera madrugada que fui a las tantas me asombré al descubrir el montaje de desayunos para el día siguiente: «¡Hasta manteles!». «Por supuesto. –Me decía uno de los voluntarios–. Y los servimos nosotros, porque si hay algo que necesitan, tanto como alimento, es dignidad».

La palabra «aporofobia» fue una invención de la filósofa Adela Cortina. Le costó 22 insistentes años que la RAE la incorporara al diccionario. Fue en 2017, en que fue elegida, además, «palabra del año» por la Fundación del Español Urgente. Y un año después, una proposición de ley de Podemos, la incorpora al Código Penal y se establece la aporofobia como agravante de delito. Cortina obró el milagro. Explica sus motivos en TED citando la novela Cien años de soledad de García Márquez, en referencia a Macondo: «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo». Para la filósofa, poner nombres a las cosas es el primer paso para sentirlas parte nuestra. Es la medida imprescindible para incorporar esa cantidad de intangibles al diálogo, a la reflexión y, ya después, a la razón pública.

El cierre de San Antón, «la iglesia abierta a todos», en marzo bien puede servirnos como resumen de lo que significa ser pobre en tiempos de pandemia. Porque cuando el presidente Pedro Sánchez dijo que «el virus no distingue entre ideologías ni clases», se equivocaba. Los datos muestran que las zonas más vulnerables son las zonas más pobres. El Covid saca a la luz esa verdad de que siempre llueve sobre mojado. Pero no solamente los pobres están más expuestos a la enfermedad. Cáritas, en el encuentro Las ONG, esenciales en la emergencia de la Covid-19, estimaba que 4 de cada 10 familias en situación de pobreza perderán sus casas. También el Instituto Mundial de Investigaciones de Economía del Desarrollo de la ONU advierte que las consecuencias económicas de la pandemia podrían incrementar la pobreza en todo el mundo hasta en 500 millones de personas más. El primero de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas para el 2030 es precisamente «Poner fin a la pobreza en todas sus formas en todo el mundo». ¿Una utopía? El economista Jeffrey Sachs calculó que poner fin a la pobreza extrema rondaría los 175.000 millones de dólares. La cifra, aunque inmensa, apenas representa menos del 1% de los ingresos conjuntos de los países más ricos del mundo.

Las zonas más vulnerables son las zonas más pobres; el Covid saca a la luz esa verdad de que siempre llueve sobre mojado

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Philip Alston, el relator de la ONU sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, nos recordaba durante su visita a España en enero: «La pobreza es una opción política. Si un gobierno quiere eliminarla lo puede hacer». Son muchos dedos señalando, ahí, donde falta justicia, alimento, dignidad, pero ¡pobres de nosotros! Aún son más los que no quieren mirar.

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