Llevamos poco más de ocho meses desde que la OMS decretó la emergencia global de salud pública y, se dice rápido, ya hemos sobrepasado los treinta millones de casos y mas de un millón de muertos. En España, seguimos sin controlar todavía la segunda ola y ya estamos pensando en como afrontar la tercera, la del invierno. Es cierto que conocemos mucho más del virus y que manejamos mejor la enfermedad pero seguimos instalados en una coyuntura incierta y muchos se preguntan si la salud pública nos está fallando en su cometido, la protección de la salud. Tras ocho meses de pandemia, de aprendizaje, de prueba y error, necesitamos reflexionar sobre lo que ha ido bien y lo que ha ido mal, sobre lo que debemos mantener y lo que se debe cambiar. O en lo que hay que invertir. Permítanme algunas reflexiones al respecto.

Creo que si hay algo que ha quedado bien demostrado, más allá de toda duda, es que las medidas de protección individual recomendadas - la distancia, la mascarilla, el lavado de manos – funcionan. Y que los protocolos preventivos basados en estos principios, complementados con otros, en particular la limpieza reforzada y la adecuada formación del personal, han dado buenos resultados en todos los ámbitos donde han sido correctamente implantados. Más recientemente, se ha añadido también la necesidad de mantener una buena ventilación ante la evidencia, indiscutible, que en espacios interiores, concurridos y mal aireados, la propagación es más alta. Esto último, la ventilación, será especialmente importante ahora, ante la llegada del invierno, también en las escuelas.

Igualmente, hemos descubierto- o redescubierto, pues no era nada nuevo en salud pública- la importancia de proteger debidamente a ciertos colectivos y atender a determinadas situaciones sociales. El caso de los brotes recurrentes en residencias de personas mayores es un claro ejemplo de lo que no puede volver a ocurrir. O las elevadas incidencias en los barrios más desfavorecidos, que han puesto de manifiesto la necesidad de intervenciones comunitarias que tengan en cuenta sus condiciones de vida, sus necesidades en educación sanitaria o, incluso, de un espacio vital para cumplir con el aislamiento en caso necesario. Aunque tarde, debemos reconocer que muchas administraciones han procurado atender estas necesidades. Ahora hay que mantenerlas. Quizás haya que añadir también la necesidad de focalizar mucho más los mensajes preventivos en los colectivos jóvenes que, en los últimos meses, conforman el grueso de los nuevos casos.

En cuanto a las políticas de tests y rastreos– quizás la medida de salud pública más eficaz para controlar los brotes- habrá que recuperar el tiempo perdido. Algunos expertos piensan que una parte importante del fracaso en el control de la pandemia es achacable a las deficiencias en detecciones y rastreos durante el verano. La capacidad para hacer análisis PCR ha mejorado sustancialmente desde entonces y ahora no debería ser un problema. Tampoco lo debería ser el rastreo y el manejo de contactos estrechos con el apoyo de la tecnología, las unidades especializadas y la atención primaria. Además, los tests de antígeno rápidos, de reciente aparición, se perfilan como de gran ayuda y es probable que en un futuro próximo tengan un papel determinante tanto en la prevención como en el manejo de brotes. Habrá que estar muy atentos a la utilidad de esta nueva herramienta.

En el terreno de la responsabilidad individual, hay mucho margen de mejora. En efecto, en Cataluña, el departamento de Salud Pública ha estimado que más de un 13% de los casos con Covid-19 confirmada por PCR no cumplen la cuarentena y tampoco lo hacen un 45% de los contactos estrechos. Por otra parte, estudios de la Universidad Politécnica de Catalunya y del Instituto de Salud Carlo III han demostrado, respectivamente, una escasa o nula adherencia a los principios preventivos elementales (uso de mascara, distancia) en los bares y terrazas y una relajación imprudente en reuniones sociales y familiares que son percibidas sistemáticamente como de bajo riesgo, pero que han constituido la fuente más importante de brotes e infecciones. Siempre ha sido así, pero ahora cobran más importancia las actitudes individuales responsables, en beneficio de la comunidad. Hay que insistir en esto desde cualquier altavoz que se tercie, gubernamental, profesional o cívico.

En el ámbito turístico, tan importante para nuestro país, no ha habido una línea de actuación coherente para la apertura y control de fronteras. Y la vigilancia en los puertos y aeropuertos ha sido, digámoslo claro, poco más que un simulacro de seguridad. Nada que ver con las medidas de Italia o incluso de Grecia y Portugal (en sus archipiélagos), que adoptaron pronto medidas restrictivas y de testeo, al menos para los viajeros de zonas de alto riesgo. Es cierto que lo ideal sería una política europea común al respecto, con indicadores consensuados, pero en su ausencia habrá que hacerlo mejor. En los destinos turísticos, la sensación de seguridad es siempre un valor necesario, fundamental, más aún en los tiempos que corren. Y esto sirve también para la población autóctona. Habrá que aprenderlo para afrontar los nuevos intentos de recuperación del turismo.

Por último, una consideración para el futuro. En España hace años que los recursos presupuestarios dedicados a la salud pública van de mal en peor, con partidas menguantes año tras año. La última vez que el gasto de esta partida creció significativamente fue en 2009, coincidiendo precisamente con la pandemia de la gripe A. Por algo se dice que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Frente a esto, yo me pregunto si no hemos sido nosotros – la sociedad en su conjunto– los que hemos fallado a la salud pública. Quizás no hemos estado atentos ni vigilantes y hemos dado importancia a otras cosas. Los países con estructuras sólidas de salud pública han resistido mejor el embate. En el futuro, tendremos que exigir a nuestros líderes y gestores de salud que reviertan esta anomalía si queremos estar mejor preparados.