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La teoría del croissant

Inmersos como estamos en tiempos convulsos voy a intentar evadirme un rato contando algo divertido y creo que interesante.

Hace años, un buen amigo me habló de la «teoría del croissant», de la que él se consideraba autor. Todo comenzó al final de su adolescencia, en París, en los últimos días de un mes de julio de cielos encapotados y temperaturas primaverales, algo nuevo para él, acostumbrado a los luminosos y cálidos veranos mediterráneos. Este mes de julio del año en que cumpliría diecisiete lo pasó en París estudiando francés por las mañanas en la Alliance Française y practicando italiano el resto del tiempo, porque italianos (e italianas) eran la mayoría de los compañeros de aquel curso intensivo en el que le había matriculado su padre. Días llenos de descubrimientos que pasaron volando. Y fue en la Gare de l’Est, a donde fue a despedir a los italianos (e italianas) que regresaban a sus casas, un día antes de que fuera a hacerlo él, cuando ocurrió la cosa de los croissants.

Tras juramentos de futuros reencuentros que no se producirían y emocionados abrazos, el tren partió. Con un nudo en la garganta, camino del metro se encontró con aquella cafetería llena de gente. No había desayunado, rascó en su bolsillo y vio que le daba para el metro, un café y un croissant. Recogió el café en la barra y el camarero le dijo que eligiera el croissant que más le gustara de aquella montaña inmensa que tenía ante sí. De manera precipitada se hizo con uno que no era el más bello, ni el más grande, ni el más reluciente, sino retorcido y medio hecho. Lo comió ávidamente, bebió su café y durante inacabables minutos intentó pagar… pero nadie le hacía caso. En aquel momento de la mañana la actividad en la estación era frenética. Pensó que si no le veían queriendo pagar quizá no le vieran si comía otro. Y así lo hizo, seleccionó esta vez uno más aparente, más resultón… pero no, no era lo mismo, no tenía la densidad de la masa adecuada, ni el sabor sutil y la textura untuosa del punto ligeramente corto de cocción del primero. Como seguían sin cobrarle, mientras reclamaba la atención del camarero exhibiendo los francos con la mano derecha, con la izquierda se iba zampando croissants, buscándolos ya rarillos e imperfectos, pero tan deliciosos…

Mi amigo se hizo mayor y la vida fue pasando ante él a una velocidad imprevista. Y, mientras tanto, aquella anécdota de su adolescencia parisina fue tomando cuerpo en su mente y la experiencia acabó convirtiéndola en toda una teoría. A veces la he citado yo con éxito en tertulias desenfadadas. En una de ellas, una atractiva amiga que había sobrepasado con esplendor la línea roja de los cincuenta años, me comentó entre risas que pocos días atrás había tenido un sueño erótico en el que se cepillaba al fontanero, gordo y sudoroso, sin ni tan siquiera dejarle acabar de reparar el desagüe del fregadero. Dijo que se despertó sofocada y jadeando con la sensación de haber gozado como nunca. Entrando al quite, alguien presente nos recordó el consejo del irresistible George Clooney: «Amigos, no desdeñen a las feas».

La teoría de mi amigo dice: «A menudo, no siempre, el nivel de disfrute en el consumo de un croissant está en proporción inversa al nivel de perfección de su apariencia externa».

Por rigor científico, la «teoría del croissant» admite la excepción.

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