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Miguel Vicents

Fumadores confinados

Patricia Gómez nos ha empujado a la oscura clandestinidad. Aprovechando la virulencia de la segunda oleada y su ritmo de trescientos contagios diarios, decidió un funesto 28 de agosto prohibir fumar en Balears en cualquier espacio público, calle, plaza, playa o montaña y al margen de que se cumpla o no la distancia de seguridad. De esa decisión de la consellera de Salud pionera en España hace ya 51 días, ocho horas y los minutos que tarde en leer estas líneas. La vida es eterna en 51 días sin fumar, aunque desde el punto de vista sanitario la restricción pueda considerarse la medida de salud pública más importante que se ha tomado en las islas en los últimos años. El confinamiento de los barrios palmesanos de Son Gotleu y Arquitecte Bennàzar apenas duró 15 días, pero los fumadores, que somos un barrio con más población, llevamos siete semanas de toque de queda sin ninguna mención en el BOIB que alivie nuestra galopante ansiedad, amenazados con multas de cien euros por cada cigarrillo que nos atrevamos a encender en la plaza España, en los alto del Massanella o al pie de las chimeneas contaminantes de Son Reus.

Tras 51 días sin nicotina, sería de agradecer que las autoridades sanitarias fueran abriendo la mano y aligeraran un poco ese cruel confinamiento tan prolongado. Aunque la clandestinidad también tiene sus ventajas. El cigarrillo prohibido recupera el sabor juvenil que tuvo antes de convertirse en hábito y afina las habilidades sociales para el disimulo. Ahora seguimos fumando, pero ya no lo parece. También asocia los cigarrillos solo con los momentos de placer. Y convierte el estanco de guardia de la calle Manacor en una fiesta nocturna con colas de clientes esperando su turno en la calle. Cualquiera diría que hacen PCR masivas. Pero estamos fumando sin que se note.

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