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Anciana sabiduría

Los abuelos son la sabiduría del pueblo. Pongo por delante a los míos, que hace ya muchos años que pastorean otras praderas, seguramente infinitas, bajo un mar de nubes algodonadas donde baña sus ojos el cimbreo sinuoso de un océano de cereal como el que vi crecer en los campos de la niñez. No solo me enseñaron palabras que ya no se usan, como llamar «ceneque» a un pedazo de pan o «bandullo» a las vísceras del cerdo extraídas durante el rito ancestral del matarife; también me contaron historias fantásticas que yo repetí a mi hijo en tantas noches de insomnio y que él narrará algún día a los suyos si logra que no salte por los aires la cadena invisible que nos vincula a la tradición, a la esencia de las cosas. Buena parte de la sabiduría que las sociedades tradicionales atesoran queda al recaudo de los ancianos, guardianes que han sido y son de un inmenso patrimonio cultural y social. Los que se empeñan en deconstruir el pasado pretenden en el fondo marcar el kilómetro cero de la historia en el presente para de esa manera espuria acomodar el futuro a sus fines.

En ese juego de bastardos intereses, los mayores sobran y los jóvenes se convierten en piezas fáciles. Encerrar a los mayores, aislarlos y abandonarlos al cargo de terceros sin el acompañamiento de las familias es una medida preventiva que puede resultar aconsejable en medio de una pandemia que se ceba con las personas de edad; pero de ninguna manera puede convertirse en una costumbre ni en una estrategia. No se puede privar a los jóvenes del contacto con las raíces ni consentir que, por falta de ancianos, las raíces queden secas. Afrontemos el reto: construir un mundo que responda con idéntica satisfacción a las necesidades de los jóvenes y de los ancianos.

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