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Antonio Papell

Auge del nacionalismo españolista

El incendio nacionalista de Cataluña ha producido efectos colaterales indeseados en el resto del Estado

No era difícil pronosticar que el incendio nacionalista de Cataluña, que proyectó sus mayores llamaradas en aquel infausto mes de septiembre de 2017, produciría efectos colaterales en el resto del Estado, en un choque de consecuencias imprevisibles, probablemente opuestas a las que pretendía la mayoría de los actores de este volcánico desbordamiento.

El nacionalismo españolista, en su versión centralista y rígida, es una herencia del régimen anterior, que construyó su castrense relato imperial en colaboración con la Iglesia católica, constituida en coartada y armazón espiritual del golpe de Estado fundacional. La Transición y los primeros desarrollos democráticos aplacaron la virulencia del españolismo, que quedó latente en la etapa en que Fraga ostentó la hegemonía ideológica conservadora. Posteriormente, Aznar, quien había defendido en un tiempo la idea pacífica del «patriotismo constitucional» (Sterbergen-Habermas), prendió de nuevo la mecha, sobre todo en su segunda legislatura, cuando trató de combinar sus vanas ilusiones de hacer de este país una gran potencia basada en el vínculo trasatlántico –fueron los tiempos de poner los pies sobre la mesa junto a Bush hijo en la cumbre del G-8 del 2002 en Canadá– con una política de dureza en Cataluña que dio munición a Esquerra Republicana y nutrió el soberanismo hasta extremos inimaginables en los años finales del pasado siglo, cuando todavía Pujol controlaba la situación en Cataluña.

Es bien conocido el penoso proceso de reforma del Estatut de Cataluña, que recibió la hostilidad explícita y activa del Partido Popular; el recurso ante el Tribunal Constitucional (TC), instancia que fue incapaz de gestionar con la necesaria ecuanimidad el asunto y acabó siendo el juguete de las partes enfrentadas en el conflicto; la sentencia del TC de julio de 2010 que rectificaba la decisión soberana de los catalanes en referéndum (un contradiós jurídico que tuvo su causa en una imprevisión constitucional); y la política de inhibición de Rajoy desde que ganó las elecciones en 2011 ya que se mantuvo sin mover en toda la legislatura un solo dedo para reconciliar al pueblo catalán con el Estado: sólo el soberanismo se sintió frustrado pero toda Cataluña se sintió maltratada en aquella secuencia de episodios desafortunados…

La gran crisis económica 2008-2014 no fue el mejor marco para reparar la vía de agua catalana. Y los sucesos del 1-O de 2017, precedidos por las leyes inconstitucionales del Referéndum y de Transitoriedad, generaron una incontrolada tensión interna en la derecha teóricamente abarcada por el Partido Popular, que se fracturó. Y engordó Vox, una formación de extrema derecha populista y ultranacionalista, con rasgos xenófobos y racistas, y con claras y expresas familiaridades con la extrema derecha francesa y alemana.

Vox se asomó con fuerza a la política en las elecciones andaluzas de 2018, llegando a ser necesario su concurso para que gobernara la derecha en dicha comunidad. En 2019 irrumpió con fuerza en las elecciones generales (24 diputados en abril y 52 en noviembre), convirtiéndose en un claro competidor del PP, que ya no tiene el control de su propio espacio. La foto de Colón, en la que aparecieron juntos los líderes del PP, de Ciudadanos y de Vox, dejó a la derecha democrática sin crédito y en manos de los ultras.

Este 12 de octubre ha permitido visualizar plásticamente donde estamos: en el acto del Palacio Real, la muchedumbre vociferó contra el gobierno y a favor del rey tremolando banderas españolas, una gestualidad que, guste o no, sólo practica la extrema derecha (es ocioso decir que la Corona, hoy en momentos delicados, no sale favorecida con semejante apoyos). En Barcelona, la celebración de la fiesta nacional no ha contado con la presencia de partidos presentes en el Parlament y la manifestación ha sido una desafortunada orgía de banderas inconstitucionales, elogios a Franco y despliegue de toda la gama simbólica de los ultras.

La pandemia ha caldeado los ánimos y no es difícil ver que el negacionismo ha prendido en sectores de extrema derecha, fortaleciéndolos, con la consiguiente desorientación del PP. Sería dramático que la derecha democrática no reaccionara con inteligencia para recuperar un espacio que hoy está siendo dominado por los instigadores del odio, de la intransigencia y del retorno al más oscuro de nuestros pasados.

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