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Se alquila

Desayuno en un bar en derribo. Con miedo de tocar. Con el miedo dentro. Un bar venido a menos donde el viejo que lo atiende limpia en espiral. Soy el único parroquiano. Nadie al entrar. Nadie al salir. Un barecito como una chalupa en un mar embravecido. ¿Qué hará el viejo, a su edad, todavía trabajando?

Es un viejo limpio (pero desordenado). Las angosturas del local ayudan al desorden; cajas apiladas por doquier (si aquí cupiera algún doquier). Mientras espero, espío (un barril de cerveza se besa con una bombona de butano junto a la puerta de entrada). Desayuno apagado mientras el viejo aprovecha para pasarle la bayeta al alféizar de un ventanuco. A falta de clientela despacha limpio sobre limpio. Y nada.

En la calle llueve sobre mojado. Han cerrado el otro bar. En verdad, hemos cerrado todos un poco. Los últimos meses se nos han atragantado. A los vivos y a los muertos. Y lo que nos queda… Morir sin aire. Vivir sin aire; encerrado en un bar sin clientes ni esperanza. Y sin flotador. Los ojos vueltos al limosnero de papá Estado. Es lo que nos va quedando: la esperanza de una paguita por nada (o por poco). Eso, y una deuda inmensa sobre las espaldas de nuestros jóvenes.

Hemos aprendido a vivir peor. A guarecernos de la tormenta entre cuatro paredes. A no abrazarnos. A no escapar. A exiliarnos de nosotros mismos. A desconfiar de lo que vendrá mañana. ¿Hasta cuándo? ¿Volverá la primavera al bar? Me giro. Miro el camino que voy dejando atrás. El viejo sigue limpiando (y la caja temblando). Entre la tristeza y la ansiedad. La tristeza por un pasado mejor y la ansiedad por un futuro incierto. ¿Es posible aún sonreírle al futuro? Bienaventurados sean los que creen y esperan, los que en las catástrofes ven oportunidades.

Voy calle abajo, como en un mal presagio. Pienso en el viejo. En los desterrados de sus sueños. En los nietos que no sé si tendrá. Y, sin saber muy bien por qué, en aquel novelón de siete palabras que escribió Hemingway: «Se venden zapatos de bebé sin estrenar». El resto del cuento lo pone usted. Ojalá sea usted de los bienaventurados que creen y esperan. ¡Ojalá!

El presente se me antoja con un ojo tuerto (una pata de palo y un garfio). Mutilado (y malo). Como un pirata malo. Empieza a llover con fuerza. Alguien, algún día, plantó castaños en esta calle. Una hilera de castaños. Castaños acomodados en el jeroglífico de la ciudad, entre autobuses que van y vienen, junto a bares que cierran, cerca de viejos que limpian bares en espiral. A mis pies, una castaña. Pronto caerán las demás. Es el eterno retorno de la vida (y la muerte). Quiero creer que estos castaños sobrevivirán en esta ciudad, pero más quisiera estar mojándome en un castañar de verdad. Quisiera estar, pero esto es lo que toca. Limpiar sobre limpio.

Sigue lloviendo. Con fuerza. Las aguas, alcantarillas de por medio, buscan el mar. El peor gobierno en el peor momento. Como una maldición. Al derribo de la paz que fuimos capaces de darnos. Al derribo de la prosperidad que fuimos capaces de conquistar. Pronto vendrán las castañeras, como en una estampa del pasado. El otoño que presagia el invierno. ¡Qué ricas! Las castañas asadas. ¡Y qué pobres! Nosotros…

Ahora que vuelvo de cierto exilio me cerca un futuro incierto… Once palabras y aún sobran. Calle abajo veo, uno tras otro, lo que ayer fueron negocios abiertos, hoy cerrados. Quizá para contar este presente, entre la tristeza y la ansiedad, y mientras los bienaventurados no tomen por asalto nuestros corazones, basten dos palabras, dos palabras inmensas, en un rosario de carteles inmenso: «Se alquila».

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