No hace mucho escuché en un programa de entrevistas de Iñaki Gabilondo a un profesor de una universidad privada en Silicon Valley centrada en ciencia y tecnología, financiada por Google y la Nasa, entre otros. Describía un mundo lleno de «certezas y perfección». Decía que en un futuro cercano se curará el envejecimiento y se vencerá a la muerte, y que, si se destruye el medio ambiente haciendo invivible la Tierra, no importa, porque dentro de poco habrá colonias en Marte, etc. Me quedé impactada por su arrogancia, ultra individualismo y soberbia ideológica, porque se le olvidaba concretar algo, y es que ese «idílico» futuro solo estará reservado a una minoría de gente muy rica, porque la inmensa mayoría de la población terráquea viviremos probablemente una realidad bastante apocalíptica y de enorme desigualdad. No nos nombraba simplemente porque le traemos al pairo; para él no existimos.

Ahora, ese señor debe estar aún tomando ansiolíticos al ver cómo un pequeñísimo virus ha parado a todo el planeta, apagando la economía mundial en un suspiro. Incrédulo, comprobará que, por mucha tecnología que nos rodee, somos cuerpo frágil y expuesto a embates de pandemias. Y que dependemos para lo esencial no de expertos y robots sino de reponedores de supermercados, cajeras, limpiadores, cuidadoras, camioneros, celadores, basureros, campesinos –por cierto, las mujeres son el 70% de quienes trabajan en esos sectores, además de cargar con los cuidados de toda la familia–. Pensándolo mejor, no le importará, porque el pequeño número de supermillonarios ha crecido en estos meses y seguirá creciendo, ajenos a dramas de cualquier calibre.

Este microscópico bicho también nos da muchas enseñanzas. Hemos comprobado que podemos vivir con mucho menos de lo que creíamos necesitar, que precisamos del sistema público de salud, y que si no nos estamos muriendo de hambre ahora mismo es gracias a políticas del muy destrozado estado de bienestar, muy malherido por el neoliberalismo. Hemos comprobado que las personas somos el verdadero virus, que cuando nos confinamos, la Naturaleza canta y ríe, que la oímos porque estamos en silencio, que no la contaminamos las 24 horas del día por tierra mar y aire.

Pero ahora la cosa es, qué vamos a hacer. ¿Sacaremos adelante otro modelo de vivir y de producir, pondremos la vida y los cuidados en el centro, cuidaremos la naturaleza para que ella no nos ataque? O se escuchará el grito de ¡sálvese quien pueda! y seguiremos corriendo hacia el abismo.

En la Asociación de Vecinas de Canamunt han decidido que el camino es solidaridad y cooperación, que lo que nos hace humanas y humanos es mirar hacia los lados y sobre todo hacia atrás, para ver a quienes no pueden mantener una situación digna y segura. La consigna es “En el barri ens protegim totes”.

La idea, de nombre «BarriLab», es generar una red de relaciones cohesionada y centrada en las personas y en armonía con el medioambiente, compartiendo recursos y conocimiento. Gira en torno a ocho ejes de actuación: contaminación, salud, sector primario, comercio local, turismo, crisis económica, solidaridad, cultura y educación. Se han creado grupos de trabajo para definir problemas concretos y encontrar soluciones concretas, y van desde el banco de alimentos y ayuda mutua a iniciativas de energías renovables, convivencia entre peatones y coches en nuestras calles, reivindicar la utilización de las plazas como lugar de encuentro, utilizar espacios urbanos para cultivar…

Ante la disyuntiva de empecinarnos con “en busca del tiempo/modelo perdido” o intentar reemprender otro camino, lento, difícil, complejo, pero absolutamente imprescindible para nuestra supervivencia, Canamunt ha optado por lo segundo, por BarriLab, un banco de prueba social que debería ser replicado en otros lugares. En eso se está y hace que las mujeres y hombres del barrio tengamos orgullo de pertenencia.