Diario de Mallorca

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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Tiempo de monotonía

Si ustedes se sienten cercanos al cine francés, sobre todo el de los años 60 y 70, saben muy bien que una de sus cualidades o, mejor, características es la importancia que se confiere al tiempo como realidad existencial del ser humano. Incluso en películas tan dramáticas como Hiroshima, mon amour, del maestro Resnais, todo se resuelve en una confrontación temporal, íntimamente relacionada con el misterio de la memoria. Un tipo de cine que alcanza su enconado límite en El año pasado en Mariembad, del mismo autor. Y llama la atención que siempre, de manera inalterada, temporalidad y memoria conducen a una cierta tristeza provocada por la aparición de la monotonía. Sucede que en lo más íntimo de la narración llega un momento en que los sentimientos se paralizan y se impone una monotonía que la fotografía fílmica aumenta plano a plano. Porque rodar en blanco y negro es condición de posibilidad para crear un universo de tal estilo conceptual y fílmico. Los claroscuros de Resnais, premonición de los de Antonioni en su trilogía de la decadencia europea. Decía mi profesor italiano de historia del cine que «el cine engendra vida y la vida, a su vez, engendra cine». La vida en claroscuro. La monotonía.

Pues lo mismo nos está pasando con la existencia pandémica de este momento nuestro. De la sorpresa en un cierto tecnicolor, hemos transitado a la monotonía del coronavirus y de sus consecuencias: hasta la muerte ha entrado a formar parte de la vida cotidiana, y hemos combinado una especie de conjunción apacible entre cotidianeidad, enfermedad y dramatismo. Desde la mañana a la noche, los informativos nos sumen en un estado mental incapaz, ya, de distinguir las cifras y sobre todo las estadísticas. Se ha vuelto normal, y casi hasta nada significativo, que las personas mueran, enfermen, padezcan. Nos quedamos con el espectáculo pseudopolítico de la confrontación madrileña o del contagio de Trump. La monotonía viral se nos ha impuesto, porque ya es materia repetida, semejante y cansina. Las capacidades narrativas de la televisión se nos han paralizado y hasta nos abruman con «lo mismo» en imágenes y en cifras. Las mismas personas, los mismos encuadres, las mismas palabras, las mismas confrontaciones, hasta las mismas seriedades y las mismas ridiculeces para mostrarnos las mismas situaciones y los mismos protagonistas. Es un tostón que vence nuestra curiosidad, como cuando mandara «el calentamiento global», los incendios, los humos y las manifestaciones. Es el imperio de la monotonía en informantes e informados.

Por esta razón, lo mejor que encontramos en algunos espacios televisivos (menos en la radio y en la prensa), es alguna entrevista con personajes no especializados, que nos narran en bata de andar por casa sus pequeños sentimientos, mientras los vemos rodeados de libros como armadura contra la vulgaridad, que tanto empuja a la monotonía. Se saltan imágenes repetidas y palabras altisonantes, y pronuncian esas otras palabras siempre conmovedoras como tristeza, compasión, lágrimas, serenidad, cansancio, y ese etcétera en la misma línea. Y es que lo único que nos puede separar de la monotonía son esas realidades humanas sustanciales que tienen que ver con la vida y con la muerte. Es decir, con la objetiva pandemia. Todo lo demás acaba por interesarnos nada de nada.

Imaginen en nuestras pequeñas pantallas, las películas de Saura y de Camus, con sus silencios sobre espacios rurales (Camus) o bien urbanitas, en Saura. Esa desolación, esa tristura de Elisa, vida mía o de La colmena, esa temporalidad que se hace memoria compartida en un juego cromático que se hace claroscuro. También en el cine español más emblemático la comunicación de «espacios monótonos» se impone por atávica a mociones antropológicas. Y tal fenómeno alcanza su plenitud en Belle du jour, del maestro Buñuel. Todo se convierte en repetido, en insistente, en apabullante, en esos espacios que la cámara recorre, camino de una imagen quieta, asustada, incapaz de renovar la vida. Esa monotonía de los grandes del cine, comparable a obras literarias como Tiempo de silencio o Los santos inocentes, entre tantas. La imagen y la palabra como burbuja de los encasillamientos vitales. La monotonía.

De la sorpresa en un cierto tecnicolor hemos transitado a la monotonía del coronavirus y sus consecuencias

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¿Es la monotonía necesariamente entristecedora? Un tanto, sí. Pero en todos los casos citados encierra una oculta llamada a posibles sueños inacabados. En todo caso, la tristeza consiguiente se muta en un «deseo esperanzado», que pugna por abrirse camino desde cierta amargura. Es el caso de Sombras en una batalla del olvidado Camus. Un film extraordinario pero perdido en el olvido. Y cuando tal cosa sucede, aparece como una llamarada de fortaleza ante lo que en un primer momento nos pareciera insoportable e insalvable. Lo que sucede en los mejores espíritus en esta dominante pandemia.

Y si desean un film que recoge monotonía, rebelión, esperanza y humanismo en proporciones semejantes, visionen Las uvas de la ira, del maestro Ford, en un claroscuro que alcanza al del cine francés pero golpeado crudamente por el realismo norteamericano. Ahí, la monotonía es capacidad de sufrimiento y rebelión contra la temporalidad deprimida y la memoria robada. Y, sin embargo, sus personajes siguen empujando la carreta, camino de un futuro necesario. Y esa madre que nos mira. Fijamente.

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