Opinión
La inhabilitación
Como estaba previsto, el Tribunal Supremo confirmó el lunes por unanimidad la pena de un año y medio de inhabilitación que impuso a Torra el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC) por desobedecer la orden de la Junta Electoral Central (JEC) de retirada de los lazos amarillos de la Generalitat en la precampaña de las generales de 2019. La neutralidad obligada de los cargos institucionales cuando la ciudadanía ha de pronunciarse en las urnas es uno de los fundamentos de la igualdad de oportunidades que caracteriza a las democracias.
Algún necio o algún malicioso dirá que esta grave sanción es excesiva por un simple gesto, y que la sentencia merma la libertad de expresión que nuestra Carta Magna enfatiza con singular intensidad. Cuando en realidad, lo que la justicia ha sancionado ha sido el insulto al árbitro que garantiza el juego limpio, y al cabo es el último hito de una larga provocación realizada por el soberanismo, que alcanzó su punto culminante el 6 y el 7 de septiembre de 2017 en el Parlamento de Cataluña; como se recordará, con anterioridad, en julio del 2017, se promovió un cambio en el reglamento de la Cámara (a través del artículo 135.2) que permitió tramitar por la vía rápida las llamadas leyes de desconexión: del Referéndum de autodeterminación, por un lado, y de Transitoriedad jurídica y fundacional de la república, por otro. Algunos observadores creyeron, no sin argumentos, que aquel disparate jurídico, abiertamente inconstitucional y que se había saltado alegremente los procedimientos establecidos, justificaba por sí solo la aplicación del artículo 155 C.E. a la intervención de la autonomía de Cataluña, pero Rajoy, siempre premioso e indeciso, prefirió esperar. Hasta que llegó el referéndum del 1-O, posible gracias a la pésima actuación de la inteligencia y de las fuerzas de seguridad del Estado, incapaces de impedir el evento y que, en un rapto represivo inexplicable, brindaron al mundo un espectáculo desolador que fue lógicamente utilizado por las ‘víctimas’ en una cínica escenificación internacional.
Ahora, JxCat, la nueva fuerza de Puigdemont, seguramente el principal fragmento de la descomposición de CiU, utilizará la inhabilitación de Torra para victimizar el soberanismo catalán, y no puede descartarse que los tribunales europeos terminen privilegiando la libertad de expresión del payaso Torra que desobedeció a la Junta Electoral Central, garantía de ecuanimidad e igualdad de oportunidades en los procesos electorales. Naturalmente, Esquerra Republicana, que compite electoralmente con JxCat en pos de la hegemonía en el sector soberanista, se está sumando hipócritamente a las quejas de Torra y los suyos por no desmarcarse de apoyo romántico que el nacionalismo presta a los “héroes de la independencia”, unos personajillos dudosamente democráticos que sueñan con administrar su país como si fuera una finca.
Torra no es víctima de nada sino un fanático con derivas xenófobas que ha vulnerado unas leyes establecidas para que las instituciones públicas se mantengan neutrales en los procesos electorales. Y quien así no lo vea está contaminado por los ardores identitarios que toleran el sofisma fascista de que, en materia de soberanía, el fin justifica los medios.
Lo desolador es que la competencia entre ERC y las facciones en que se ha dividido la derecha nacionalista, que se suman a la CUP y al recién nacido PNC, exacerba el furor identitario hasta extremos inquietantes. Algunos pensamos —y no hemos parado de decirlo— que no se puede ser de izquierdas y ardoroso nacionalista al mismo tiempo, porque el nacionalismo está en las antípodas del afán solidario e igualitarista de la izquierda. De hecho, quien lució las siglas de ERC en Cataluña al arrancar la transición, Heribert Barrera, fue un racista de tomo y lomo, que hoy ha sido piadosamente olvidado por sus epígonos. En estas circunstancias, ojalá que el diálogo entre el PSOE y ERC calme los ímpetus de la mitad del soberanismo y tras la inhabilitación de Torra haya modo de llegar pacíficamente a unas elecciones que poco clarificarán pero que quizá aquieten por un tiempo las agitadas aguas particularistas de los catalanes.
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