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Antonio Papell

La “nueva república” de Podemos

Muchos años ha gobernado el PSOE, uno de los grandes partidos de la época republicana, durante esta etapa democrática sin sentir la necesidad de poner en cuestión la forma de estado, a pesar de que en sus estatutos figura la preferencia por la forma republicana. La monarquía sirvió de engrudo y generó consenso en la difícil etapa posterior a la muerte de Franco, por lo que su presencia en la Constitución tuvo un efecto pacificador y constructivo que todo el mundo reconoció en aquel momento. Era tanta la tarea pendiente que había que desarrollar para transformar el estado y la sociedad franquistas en realidades democráticas que aquel asunto no resultaba en absoluto urgente, y además podía entorpecer otras actuaciones que requerían consensos amplios, que no había que dificultar. Los socialistas han demostrado que se puede modernizar un país y avanzar en la dirección del progreso al margen de ciertas características del sistema que no son relevantes. Y la política comparada deja lugar a pocas dudas; la republica italiana, sin ir más lejos, tiene mucho que aprender políticamente del reino de Holanda, por más que aquel país tenga una forma de Estado aparentemente más moderna (en realidad, Italia dejó de ser una monarquía en un referéndum en 1947 porque la corona italiana no rechazó el ascenso del fascismo).

Por eso sorprende que unos recién llegados al poder, los de Podemos, que combinan su incuestionable progresismo con algunas utopías pasadas de moda, insistan tanto en el asunto, aprovechando los desafueros cometidos por el rey emérito, para insistir en la mudanza, sin ver a) que no hay un clamor popular en favor de sus tesis, y b) que uno no ve en qué cambiaría la política española de fondo si en vez de don Felipe VI de Borbón estuviera sentado en la jefatura del Estado un ilustre civil con funciones meramente representativas y sin poder real, elegido por el Congreso de los Diputados para ejercer el cargo durante cinco años.

Es perfectamente legítimo que Podemos sea republicano, como lo es en su fuero interno una parte de la población española, pero el partido populista-comunista tendrá qué aclarar qué aporta la beligerancia republicana en estos momentos, ni su advertencia de que “una de las tareas fundamentales” de Podemos en el Gobierno será avanzar hacia “un horizonte republicano”. Para ello, Iglesias ha insistido en “el momento de crisis” de la corona y ha pedido “valentía” para avanzar hacia una “nueva república”.

En estas últimas palabras, se acentúa el desconcierto de la audiencia: ¿valentía? ¿Acaso el señor Iglesias nos pide, como Puigdemont a los independentistas, que arrasemos lo que haya que arrasar para conseguir sus ideales? Seamos claros: ¿qué saldríamos ganando si, tras ese acopio de valor y después de poner patas arriba la Constitución española, lográramos instaurar una república?

Sin duda el señor Iglesias, persona bien formada, ha sido un lector asiduo y conoce bien las vicisitudes de este país -ha hecho incluso alguna incursión editorial en su historia-, pero a lo mejor no ha caído en la cuenta de que la Segunda República no se limitó a cambiar la forma de Estado sino que representó la caída del Antiguo Régimen, clasista y feudal, misógino y centralista, clerical y atrasado, por un proyecto intelectual de progreso… que la reacción, todavía poderosa, no consintió y acabó derrocando. En los años veinte y treinta del pasado siglo, ser republicano era tener a gala ideas progresistas, revolucionarias. Hoy, en cambio, no se sabe bien qué es ser republicano, si se exceptúa, claro está, la adhesión a una forma simbólica determinada de la cúspide institucional, que bien escaso peso tiene sobre el funcionamiento del Estado.

Por resumir, merecen todo el respeto la afirmación republicana y la vehemente defensa de un cambio hipotético en esta dirección. Pero sería completamente absurdo generar grave inestabilidad en un país que no hace cuestión de este asunto, que no es ni mucho menos abrumadoramente republicano (tampoco abrumadoramente monárquico), y que en su inmensa mayoría no experimenta la inflamada voluntad de una mudanza simbólica por la que tendríamos que pagar en todo caso un alto precio en términos de confrontación y malestar.

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